El 18 de noviembre de 1916, el Primer Jefe Venustiano Carranza emitió un acuerdo que obligaba a los militares con mando de tropa que desearan participar en actividades políticas, o hacer propaganda en favor de alguna candidatura, a solicitar licencia para separarse del mando.

“De esa manera serán relevados y estarán en libertad de realizar su propaganda política”, terminaba el documento enviado por la Secretaría de Guerra y Marina.

El presidente que creía en la necesidad de detener los abusos del militarismo y consolidar la fuerza del poder civil, a fin de terminar con una era sangrienta de asesinatos, rebeliones, cuartelazos, cayó precisamente bajo las balas de militares al mando de un hombre siniestro: Rodolfo Herrero.

Tlaxcalaltongo fue el punto de partida de una guerra de exterminio entre los generales que buscaban el poder político (eso que hoy llamamos Revolución). Las rebeliones, los “planes” y los asesinatos borraron a una generación entera de militares.

Pero la influencia de quienes sobrevivieron, los “veteranos de la Revolución”, se mantuvo vigente durante varias décadas. Todavía en 1938, después de manejar el estado que gobernaba (San Luis Potosí) como una dictadura de facto, el general Saturnino Cedillo organizó un ejército que se alzó en armas contra el gobierno de Lázaro Cárdenas, acusándolo de traición.

La aventura de Cedillo terminó con él a un lado de su caballo, atravesado por disparos de máuser.

En todas esas décadas fueron militares quienes decidieron el rumbo de México. “La política” fue una forma de preservar su influencia, sus privilegios, sus prebendas, amplias cuotas de poder a nivel regional, en donde seguían siendo señores de horca y cuchillo.

En las elecciones de 1940, algunos de los generales que pisaban más fuerte en el país, inconformes con el rumbo marcado por el cardenismo (Joaquín Amaro, Jacinto B. Treviño, entre otros), apoyaron la candidatura del general Juan Andrew Almazán, en oposición al candidato elegido por el presidente Cárdenas: el general Manuel Ávila Camacho, a quien acusaban de no conocer el olor de la pólvora y no haber participado en batalla alguna durante la Revolución.

Con la nada limpia ayuda de otros militares (recuérdense las Memorias de Gonzalo N. Santos), Ávila Camacho resultó triunfador de las elecciones más sangrientas del siglo XX y tomó posesión con un Ejército dividido y dispuesto a tomar, como se decía antes, de modo o de grado, su tajada del pastel.

Se suele decir que la entrada de México a la Segunda Guerra Mundial, con el políticamente hábil Lázaro Cárdenas como Secretario de la Defensa, propició la unidad de los viejos generales, a los que se les entregaron nuevas posiciones y se les encomendó, con la cuota de poder que esto entrañaba, la defensa de regiones específicas. Y sobre todo, la misión de defender a México.

De ese modo siguió el reparto de cuotas: se les hizo gobernadores, diputados, comandantes de zonas militares. Todo esto les restableció una forma de poder político que habrían de ejercer hasta bien entrados los años 60, medio siglo después del inicio de la Revolución.

Esta fue precisamente la mayor oposición que encontró en 1946 Miguel Alemán, el primer presidente que no egresó de las filas castrenses y quien tomó la decisión de relegar políticamente los grandes nombres del pasado. Alemán formó y benefició a una nueva generación que no había combatido en los campos revolucionarios y que fue formada, no bajo las nociones del cobro de deudas y de intereses políticos particulares, sino bajo el concepto que aún hoy se tiene del instituto armado: el de la defensa del país, el Estado y sus instituciones.

La conversión del Partido de la Revolución Mexicana en Partido Revolucionario Institucional fue también una maniobra política destinada a debilitarlos y relegarlos.

Pero ellos no bajaron la guardia tan fácilmente. Nostálgicos del cardenismo, y sectores inconformes con las políticas antinacionalistas del alemanismo, formaron agrupaciones que intentaron convertirse en partidos políticos (hubo una impulsada por el yerno de don Venustiano: Cándido Aguilar). Incluso fundaron en 1954 un partido “auténtico” de la revolución (el PARM), que por unos años fungió como oposición al PRI, hasta que los beneficios económicos y la promesa de más cargos políticos lo convirtió en satélites del priismo.

Fue quizás 1968 y la década negra que siguió, la de la guerra sucia, la que acabó de alejar a los militares de las tentaciones políticas. Continuaron como responsables de la seguridad, de la preservación del orden, pero siempre en un marco de lealtad, no a los gobiernos, sino al país y sus instituciones.

Un nuevo capítulo de esta historia ha comenzado a escribirse a partir de 2018. La imagen del poderoso y lleno de privilegios general Cresencio Sandoval con el uniforme tachonado de condecoraciones, llamando a apoyar “la cuarta transformación”, remueve un pasado que a México le costó mucha sangre y mucho esfuerzo sepultar.

Más de un siglo desde aquel acuerdo de Venustiano Carranza.

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