El 1º de noviembre de 1578 llegaron a la Ciudad de México 214 reliquias enviadas a los jesuitas por el papa Gregorio VIII. Según la crónica del padre Francisco Javier Alegre, entre esas piezas venían una espina de la corona de Cristo, una astilla de la cruz, así como trozos de tela de las vestimentas de la Virgen María, San José, Santa Ana, San Pedro y San Pablo, entre otras vírgenes, santos y mártires.
El primer cargamento de reliquias enviado desde Roma se había perdido con el naufragio de la nave que atravesaba el Atlántico. De modo que la llegada de aquellas cajas sagradas, que contenían un “riquísimo tesoro”, fueron recibidas en la Nueva España con emoción desbordada.
Avanzaron por las calles en medio de una lluvia de flores, de arcos triunfales, de pájaros que eran echados al vuelo, de apertura de pomos que contenían aguas perfumadas y de procesiones religiosas que acompañó la ciudad entera. Había cabellos, huesos, astillas, telas, trozos de piel que serían repartidos en los diversos templos de México.
Aquel 1º de noviembre fue bautizado como el día de Todos los Santos, cuyo origen oscuro se sigue celebrando hasta la fecha.
Comenzaba una era de culto desenfrenado a las reliquias, que encontró uno de sus instantes climáticos con el robo del cadáver de Fray Martín de Valencia, uno de los primeros doce franciscanos que en 1524 llegaron a evangelizar las tierras recién conquistadas.
La fama de santo que se labró fray Martín (muerto una década después de su llegada) y la adoración que le profesaban los habitantes de Amecameca, hizo que su cadáver fuera desenterrado periódicamente para que los fieles pudieran constatar que se hallaba incorrupto. Un día se abrió su tumba y el cadáver ya no estaba. No ha vuelto a aparecer desde entonces. El cronista Chimalpahin relata que se acusó a los habitantes de Tlalmanalco de tener escondidos los restos –como una forma de que su tierra fuera sacralizada.
Unos años después de la llegada de las reliquias enviadas por Gregorio VIII, pobladores de Amecameca le entregaron al dominico fray Juan de Páez algunos objetos que fray Martín había depositado en una cueva a la que se retiraba a orar: una túnica, un cilicio, dos casullas de lienzo. Sobre estas piezas se levantó el templo del Sacromonte, uno de los centros de peregrinación más tumultuosos durante los siglos siguientes.
La fiebre por las reliquias enloqueció a la Nueva España. Al cadáver incorrupto de San Sebastián de Aparicio le arrancaban trozos de piel de las mejillas para enviarlas a distintas iglesias. La Catedral Metropolitana se preciaba de tener dos cabezas de las once mil vírgenes. Una muela de Santo Domingo fue enviada al convento de este mismo nombre. A la iglesia de San Francisco llegaron huesos de San Antonio, otras dos cabezas de las once mil vírgenes y un diente de San Lorenzo. Antes de quemarse, el templo de San Agustín tuvo unas gotas de sangre de San Nicolás Tolentino.
Cualquier muestra de santidad en algún vecino de la capital de la Nueva España desataba furor. Sus cadáveres eran acompañados por miles de personas que querían arrancarles los dedos, las orejas, las mortajas: muchas veces los cuerpos de difuntos considerados venerables fueron desnudados y mutilados de camino al cementerio. Las cosas llegaron a tal punto que el papa Urbano VIII prohibió en 1625 que se rindiera culto a las pertenencias de personas que no habían sido beatificadas o santificadas por la iglesia.
No importó: los despojos de monjas, de frailes, de venerables, de cualquier persona que tuviera fama de santidad o de hacer curaciones o milagros, eran convertidos en objetos de culto. La gente quería reliquias para sanar, para expulsar demonios, para detener las inundaciones, para garantizar cosechas: para vivir la protección de un santo. En 1726, el virrey se vio obligado a enviar piquetes de soldados que contuvieran a la turba que de camino al templo de San Francisco ponía en riesgo la integridad de los restos de fray Margil de Jesús.
Torquemada habla de una noche inquietante de 1586 en que, durante una remodelación del piso de la Catedral, el canónigo Pedro de Nava desenterró a escondidas los restos de fray Juan de Zumárraga para ver en qué estado se encontraban, y no pudo resistir la tentación de cortarle un dedo al esqueleto “para llevarse alguna reliquia”, y cargó de una vez con el “anillo de oro con una esmeralda” que simbolizaba el oficio episcopal de fray Juan.
En otro mundo, se diría en otro planeta, la noticia de que había llegado a México un fragmento óseo de San Judas Tadeo, el santo de las causas difíciles, hizo que hace unos días miles de fieles se agolparan a las puertas de la Catedral para confesar “una emoción indescriptible” y recordar “los Megamilagros de San Juditas”: el “rayito de luz que viene a nuestro país”.
De alguna forma, no ha dejado de ser 1578. Es 1578 en la actitud de entrar en contacto con la santidad y con el más allá. No lo sé bien, pero la imagen de la gente agolpada frente a la reliquia agita los fantasmas de flores, procesiones, arcos triunfales, pájaros echados al vuelo y apertura de pomos que contienen aguas perfumadas.
Esa sinrazón, esa locura que habita las crónicas de los frailes.