Desde el pasado fin de semana, la DEA filtró entre algunos cuerpos de seguridad mexicanos la noticia del inminente desistimiento de las acusaciones en contra del general Salvador Cienfuegos , exsecretario de la Defensa Nacional.
La captura del general, ocurrida el jueves 15 de octubre en el aeropuerto de Los Ángeles, fue vista con malos ojos dentro de sectores de la misma DEA, así como del FBI , los cuales alegaron que la captura ponía en situación de crisis la relación con organismos mexicanos de seguridad con los que intercambiaban información desde hacía años. Cienfuegos había sido pieza importante en dicho esquema.
El general y su familia denunciaron que la aprehensión, por cargos de narcotráfico y lavado de dinero, se había dado en medio de maltratos físicos y verbales. Aun cuando la investigación llevaba mucho tiempo y la jueza Vera Scanlon había firmado la orden de arresto desde el 14 de agosto de 2020, el gobierno mexicano conoció la detención por medio de un mensaje enviado por el embajador Christopher Landau al canciller Marcelo Ebrard.
Al general, a quien de inmediato se impuso en redes y medios el nombre clave con que se le conoció en la investigación, “El Padrino”, se le linchó como espejo de un pasado de impunidad y corrupción. El presidente López Obrador, que suele pronunciarse sin reflexionar en el alcance de sus palabras, lamentó que un exsecretario de la Defensa estuviera detenido por vínculos criminales, indicó que la detención era prueba de la existencia de un narcogobierno, “de la decadencia del régimen que afortunadamente ya está por acabarse”, y advirtió que, como en el caso García Luna, quienes hubiesen colaborado con Cienfuegos, aún con un solo señalamiento, serían retirados de sus cargos.
Unas horas después matizó que no habría una limpia en el Ejército “hasta que sepamos quiénes participaron”.
La detención del general había caído como bomba en la cúpula militar, zaherida desde los tiempos en que AMLO era candidato. Cienfuegos había sido un modelo a seguir en la Sedena y todos los mandos actuales habían servido a su lado. Las palabras del presidente incomodaron a generales activos y en retiro. Por lo demás, muchos dudaban de las acusaciones. Días después de la aprehensión reproduje aquí las declaraciones de alguno de ellos: “En una estructura tan vertical, los malos pasos se huelen, se sienten”. Cada instrucción del alto mando involucra una cadena en la que participa un alto número de personas. Los mandos daban el beneficio de la duda al exsecretario.
Entonces un nuevo factor entró en juego, según fuentes consultadas por el columnista: extraordinariamente unidas por los cambios de domicilios en que deben trasladarse familias enteras, agobiadas por las misiones de riesgo y los periodos de soledad a los que las arrojan las obligaciones militares de sus maridos, las esposas de los altos mandos forman una red de información y ayuda. En esa red cayeron, con gran detalle, las quejas por los maltratos sufridos por Cienfuegos y su familia. En esa red ardieron las declaraciones iniciales del presidente. Desde esa red subió un clima de inconformidad que pronto permeó y caldeó a los altos mandos.
Tuvieron que explicarle lo obvio al presidente: “Aquí todos somos los mismos. Los que estuvimos con Calderón, los que estuvimos con Peña Nieto, los que estamos ahora con usted”.
Por eso vino el cambio de matiz. Entre otras cosas, a los militares les había brincado la versión de que Cienfuegos, de acuerdo con la acusación, se hubiera comunicado vía Blackberry con un operador de los Beltrán Leyva: el general era meticuloso, cuidadoso, sabía que estaba en el radar de mucha gente, “hasta cuando dormía”, y acostumbraba hacer sus comunicaciones por SMS.
Por lo demás, a un nivel como el suyo, las comunicaciones delicadas, explican, “se suelen hacer por otras vías”.
El descontento no menguó. La presión por la falta de garantías continuó subiendo: ¿Después de Cienfuegos, sobre quién decidiría ir la DEA, mientras el presidente seguía diciendo que Donald Trump había sido muy respetuoso de nuestra soberanía?
Al fin, el 21 de octubre, Marcelo Ebrard expresó al embajador Landau “la sorpresa y el descontento” de México por no haber sido informado de lo que sobrevenía. Ebrard conversó días después con William Barr, fiscal general de Estados Unidos, y refrendó la molestia ante las muestras de desconfianza y la falta de información.
El gobierno de Estados Unidos, en efecto, había declarado esa desconfianza en las instituciones del gobierno mexicano y señalado la posibilidad de que, bajo el cobijo del Ejército, Cienfuegos no fuera conducido nunca ante la justicia estadounidense.
El jaloneo continuó hasta fines de ese mes. El 5 de noviembre, en medio de grandes especulaciones, Cienfuegos se declaró inocente.
Como se sabe, privaron al final “consideraciones sensibles y de política exterior”, dado que Ebrard había puesto sobre la mesa el tema de la colaboración binacional (nunca la expulsión de la DEA de México, como se afirmó).
Sin embargo, el daño en la relación ya estaba hecho: las agencias estadounidenses sabían que no podrían contar más con la Sedena, o al menos, no del mismo modo. Para colmo, se juzgaban débiles las pruebas aportadas por la DEA y el gobierno mexicano había entrado en crisis con las fuerzas armadas. Estos elementos jugaron de algún modo en la novela del general y en el hecho, histórico, del desistimiento de las acusaciones en su contra. La DEA, afirman expertos en seguridad, queda en vergüenza y totalmente dañada.
Cienfuegos volvió ayer a las 18:40. Se le informó que hay una carpeta de investigación en su contra (con los datos enviados por el gobierno estadounidense). Se dio por enterado y se fue a su casa.
Sus primeras declaraciones lo dirán todo. Si son contundentes, van a levantar ámpulas. Si no, quedará claro que en el arreglo hubo algo que no sabemos. Las pruebas supuestamente obtenidas por la DEA mediante intervenciones, ¿se podrán usar sin daño al debido proceso? Lo mejor del caso está por venir.