En febrero de 2017 el entonces dirigente de Morena Andrés Manuel López Obrador denunció que las fuerzas armadas habían matado niños y cometían violaciones a los derechos humanos en la llamada guerra contra el narcotráfico. Un general brigadier le contestó que el Ejército no era ni represor ni asesino. La respuesta de AMLO: “Están muy nerviosos los de la mafia del poder”.
Los roces entre el futuro presidente y los militares continuaron ventilándose en los medios. Un año más tarde, el entonces secretario de la Defensa, el general Cienfuegos, repitió que el Ejército no era ni criminal ni represor, aunque “hay quienes quisieran distanciarnos del pueblo”.
La mortandad desatada en México desde que el gobierno de Felipe Calderón decretó la guerra contra el narco, los abusos de poder, las violaciones a los derechos humanos, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas se convirtieron en uno de los ejes principales del discurso de López Obrador. Desde los mítines llevados a cabo de cara a la campaña presidencial de 2012, sostuvo una y otra vez que los militares debían abandonar los calles y regresar a los cuarteles. En ese tiempo, sus operadores organizaban y promovían veladas en diversas ciudades en las que invitaban a la gente a encender una vela por cada uno de los 31 mil muertos que se habían contabilizado hasta entonces.
Los autores de estas campañas, por cierto, sostenían que la militarización era una estrategia del gobierno federal, apoyada por Estados Unidos “como parte de un proceso de contención social y para amedrentar a la sociedad”.
En febrero de 2012, López Obrador prometió regresar al Ejército a los cuarteles seis meses después de ganar las elecciones: “No debe seguirse exponiéndose al Ejército, ni socavarlo: regresarlo en la medida en que se vaya profesionalizando la policía y eso nos llevará seis meses”, dijo. Desde esos días se le oyó decir con frecuencia que el Ejército estaba “para defender la soberanía nacional” y no para realizar labores policiacas.
En diciembre de 2016, rumbo a nueva campaña presidencial, repitió que al Ejército lo había desgastado la lucha contra la inseguridad y la violencia. Su discurso fue más o menos consistente hasta que ganó la elección. En julio de 2018 su futuro secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, aseguró que el regreso tomaría tres años.
En noviembre de 2018, después de un triunfo avalado por 30 millones de votos, López Obrador negó haber pedido el regreso de los militares a los cuarteles y retó al periodista Joaquín López Dóriga a que le mostrara evidencia de que esto había ocurrido. “He sido muy cuidadoso”, dijo.
El presidente afirmó en agosto de 2019 que “casi el 50 por ciento de los muertos (del sexenio de Calderón) fueron militares y marinos muertos en enfrentamientos”: “Era una guerra. Eso es lo que añoran, eso es lo que anhelan”, señaló. Dijo después: “Ya no. Ya se acabó. Queremos paz”.
A pesar de los terribles efectos que la militarización había dejado en México, los militares no solo no regresaron a sus cuarteles. Por el contrario, la esperanza de devolver la seguridad pública a manos civiles capacitadas y certificadas se evaporó desde diciembre de 2018. Cada día del gobierno de AMLO los militares adquirieron más poder, mayores atribuciones, mayor visibilidad. Se les encomendaron tareas aeronáuticas, de construcción, de transporte de combustibles, de persecución de huachicoleros Se les puso al frente de la Guardia Nacional. Se les entregaron las aduanas.
Era el mismo Ejército que había enfrentado con violencia la guerra contra las drogas, y que había fallado en la tarea que dos gobiernos le habían encomendado. Era el mismo ejército inepto, u omiso, o cómplice de las calamidades que AMLO denunciaba.
Carlos Fuentes escribió en La muerte de Artemio Cruz que todas las revoluciones acaban por crear una nueva casta de privilegiados. La nueva casta se ha hecho visible desde el primer día en un gobierno que debilitó todas y cada una de las instituciones, y lo acomodó todo para que todo dependiera de la voluntad de un solo hombre que es, al mismo tiempo, el jefe supremo de un Ejército omnipresente y poderoso.
El decreto publicado ayer en el Diario Oficial no responde a las expectativas que López Obrador sembró durante años entre sus votantes. Renuncia a acabar con la militarización del país, y entrega al Ejército facultades inéditas, entre otras, la que fue el sueño de las peores dictaduras latinoamericanas: la de detener ciudadanos.
López Obrador se ha dedicado a señalar, a construir al calderonismo como el gran enemigo público. Con un decreto que continúa la estrategia cuya crítica le abrió las puertas del poder, parece echarse al mar, atado a la piedra que tanto odia.
El Ejército en las calles llevó al país a una de las etapas más dolorosas y sangrientas de su historia. López Obrador lo mantendrá ahí, traicionando las palabras que pronunció durante años: traicionando a sus votantes.