La lluvia arreció de manera extraña desde la tarde del lunes 6 de septiembre. Caían truenos espectaculares y el agua golpeaba, casi hasta romper los cristales de las ventanas. El primer aviso de que Tula se estaba inundando les llegó a algunos pobladores través de las redes sociales: “Se está inundando Tula. Esto está muy grave”.
Ninguno de los tres niveles de gobierno avisó a la gente el riesgo que estaba corriendo. Conocían el nivel de las presas. Conocían la crecida del río. “Pero todos, sencillamente, se callaron. No nos dieron tiempo, nos dejaron solos”, me dice Alejandra, quien aquella noche tuvo que abandonar su casa, dejando dentro de ella todos los objetos que habían formado parte de su vida.
Muchos supieron lo que estaba pasando porque lo leyeron en Facebook . Otros, cuando el agua lamió las puertas de sus casas y aterradoramente comenzó a subir.
En algunas colonias del centro el agua del río Tula subió hasta cubrir el primer piso de las casas, y tocar el techo. Quienes no alcanzaron a salir se refugiaron en los segundos pisos o en las azoteas.
Corrió el rumor de que iba a reventar la presa Requena, que la gente debía salirse de sus casas. Relata Alejandra: “Al fin el gobierno de Omar Fayad avisó que había que desalojar en no más de una hora, con lo que se pudiera, y buscar refugio en los albergues o en las zonas altas”.
Comenzó la huida en medio de un clima de locura. Enumera Alejandra: “La calle era un absoluto caos. Todos trataban de huir. Había niños llorando, mamás histéricas, personas pidiendo ayuda desde las ventanas, hombres insultándose y gritándose. Fue apocalíptico. Algo que nunca creí ver”.
Cientos de autos quedaron atascados en las calles, sin poder avanzar. Sus tripulantes tuvieron que abandonarlos en medio de la mayor histeria. Pasaba ya la medianoche y Tula era presa del terror.
Más de 20 colonias habían quedado bajo el agua. Se calculó en más de 30 mil personas la población afectada. El desbordamiento del río alcanzaba en algunos puntos más de tres metros de altura. Sonaba una alerta enloquecedoramente.
Tres amigos, César Martínez de la Vega, Felipe Durán y Marco Antonio Prado, a bordo de una lancha en la que suelen ir a pescar a la presa, salieron a ayudar a quienes habían quedado atrapados. Iban totalmente a oscuras, alumbrados con una lamparita, en medio de una corriente que lo arrastraba todo.
Vieron a un hombre agarrado a un poste, abrazando a su perro. Otro al que la corriente había atorado entre las ramas de un árbol: la fuerza del agua le había quitado hasta los pantalones.
Dos personas de unos 80 años apenas lograron trepar a la lancha. Iban mojados y temblando, dejándolo todo atrás.
Lograron sacar a unas 50 personas. Algunas, refugiadas en las azoteas y bajo una lluvia que no dejaba de caer, prefirieron quedarse: “Ya va a bajar el nivel del agua”.
Otros decían: “Llévense a mi familia. Yo me quedó aquí. Yo estoy bien”.
A una niña de siete años sus padres le descolgaron sábanas amarradas para que pudiera bajar hasta la lancha, como en rappel. “Fue muy valiente”, recuerda César.
Veo fotos y videos de aquella noche en Tula. Calles y casas y árboles desaparecidos. Autos sepultados o flotando.
“No lo podía creer —dice Felipe Durán—. La ciudad en la que crecí estaba de pronto toda bajo el agua y había gente atrapada en todas partes”.
Los amigos avanzaron hasta el hospital del IMSS , que se había quedado sin luz y en donde 17 personas contagiadas de Covid-19 morían asfixiadas por la interrupción del suministro de oxígeno.
Algunos médicos, desesperados, les pidieron que fueran a conseguir algunos tanques, que había ambulancias estacionadas en la calle Manuel Doblado, las cuales podrían proporcionárselos.
“Persígnate, cabrón”, decían los amigos al sentir los golpes de la corriente y ver pasar cerca de la embarcación troncos que iban a estrellarse a cualquier lado.
La lancha sacó del hospital a niños recién nacidos, y rescató a dos soldados que la corriente había jalado y que estaban a punto de ahogarse.
“Que Dios se los pague”, les dijeron muchas veces esa noche.
Pasaron luchando contra el agua toda la noche del lunes, y todo el día del martes. Relata Felipe:
“A la tarde del día siguiente yo ya no podía más. Me dolía la cintura, me dolía la espalda. Le dije a mis amigos que necesitaba comer y descansar. Llegué a mi casa. El agua no la había tocado. Me senté, y comencé a llorar”.