El sábado pasado, la ciudad de Reynosa volvió a ser un pueblo fantasma de avenidas desoladas y comercios cerrados. Circulaban por WhatsApp mensajes que pedían a la gente no salir de sus casas y alertar a sus familiares de que la pesadilla nuevamente había comenzado.
Ese día una caravana formada por camionetas y autos sedán llegó a Reynosa desde Río Bravo. Quienes formaban parte del convoy recorrieron cuatro colonias del oriente –Almaguer, Lampacitos, Unidad Obrera y Bienestar– disparando contra la gente que iban hallando a su paso.
Trabajadores de la construcción, obreros que reparaban el alcantarillado, un joven enfermero recién graduado, un adulto mayor que caminaba bajo el sol ardiente (y al que tendieron de un tiro en la garganta), el dueño de una tienda de abarrotes y un cliente que hacía compras en el momento en que pasó el comando de sicarios.
En total, 14 personas cuyas vidas fueron arrancadas de tajo, a capricho de los asesinos.
La gente de Reynosa ha aprendido a vivir entre balaceras que se registran casi todos los días, a cualquier hora. Es común que los ciudadanos chequen sus redes sociales antes de salir de la casa o del trabajo, a fin de evitar las zonas de guerra: vialidades en las que se registran persecuciones, o hay vehículos incendiados.
No es extraño que civiles pierdan la vida al quedar en medio del fuego de los grupos que disputan el control de esa ciudad fronteriza.
Pero nunca había ocurrido algo semejante. La cacería de personas inocentes, sin antecedentes penales ni relación alguna con el crimen organizado. “Inédito, inaudito”, dijo el procurador Irving Barrios.
En abril de 2017, un antiguo guardaespaldas que se había convertido en líder del Cártel del Golfo, Julián Manuel Loisa Salinas, El Comandante Toro, fue abatido por la Marina.
Loisa huía por sexta vez de un operativo diseñado para detenerlo. En esa ocasión no consiguió escapar. La camioneta en que se daba a la fuga se estrelló contra un árbol: él descendió abriendo fuego contra los marinos. Lo acribillaron en el acto.
Su muerte desató dos días de caos y violencia extrema en Reynosa. Sus hombres quemaron comercios, automóviles, autobuses, camiones de carga. Se registraron 32 bloqueos en la ciudad.
El mismo Cártel del Golfo hizo circular audios en los que ordenaba a la gente no salir de sus casas. Corrían versiones de que un grupo de Ciclones –una de las facciones del cártel– había sido enviado desde Matamoros para apoderarse de la ciudad, uno de los principales pasos de droga y de migrantes: mina de oro del secuestro, el “cobro de piso”, el robo de hidrocarburos y la extorsión.
El mando fue asumido por Jesús García, El Güero Jessi. Pero otros jefes del cártel se opusieron: Alberto Salinas, El Betillo; Petronilo Flores, alias El Metro 100 o El Comandante Panilo; Lui Alberto Blanco, El Pelochas, así como Juan Miguel Lizardi, a quien apodan Miguelito 56.
Entre abril y julio de ese año se registraron 90 ejecuciones en Reynosa. Se hablaba de un centenar de desapariciones. Se recrudecieron los enfrentamientos entre Los Metros (fracción del CDG cuyo bastión es Reynosa), Los Ciclones (brazo armado creado por Alfredo Cárdenas Martínez, El Contador) y Los Escorpiones (fracción creada por Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén, alias Tony Tormenta, e integrada por expolicías).
La lucha interna terminó en un baño de sangre que sumió a Reynosa en la oscuridad. El Betillo y El Güero Jessi fueron abatidos. El Pelochas y El Metro 100, detenidos. Sus sucesores siguieron enfrascados en una pugna que ha hecho de Reynosa una de las ciudades más peligrosas de México –y con mayor percepción de inseguridad.
En 2019 140 habitantes de Charco Escondido, a solo 20 kilómetros de Reynosa, abandonaron sus casas: los sicarios habían entrado a la comunidad para quemar varios domicilios: siete personas de la misma familia fueron asesinadas días después.
En medio de todo aquel fuego también se introdujo en la zona el Cártel del Noreste, que comanda un sobrino del sanguinario Z-40, exlíder de los Zetas: Juan Gerardo Treviño, conocido como El Huevo.
Desde hace años, los cadáveres de personas ejecutadas aparecen en los caminos rurales, como ocurrió en mayo de 2021 cuando seis hombres con chalecos tácticos fueron hallados con disparos en la cabeza, o como ocurrió en agosto del año pasado, en que aparecieron las cabezas de tres “estacas” del Comandante Maestrín (un lugarteniente de Miguelito 56).
Desde hace años, los bloqueos son cosa de todos los días, como sucedió en marzo pasado, cuando la alcaldesa Maki Ortiz no pudo llegar al festejo por los 272 años de la fundación de la ciudad debido a que criminales habían atravesado vehículos y colocado ponchallantas en diversas avenidas.
Desde hace años, en uno de los principales centros manufactureros y de comercio transfronterizo, las clases se suspenden, los comercios cierran, la gente se pertrecha en sus casas: las calles se convierten en un cementerio.
Y sin embargo, no había ocurrido nunca algo semejante a lo que sucedió este sábado: sicarios cazando personas en las calles: asesinos que recorren cuatro colonias matando al azar, sin que ocurra nada: sin que se les persiga, se les detenga, se les juzgue.
Las masacres se repiten. La violencia en México está fuera de control y el Estado es cada vez más incapaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos.