El 13 de agosto de 1790, en la ciudad de México se conmemoraba como todos los años la caída de Tenochtitlan con una procesión en la que, montados en carruajes y en “hermosísimos caballos bien dispuestos y costosísimamente enjaezados”, el virrey, la nobleza, la milicia y los funcionarios, acompañados de una inmensa multitud, conducían el estandarte real desde lo que hoy es el Palacio Nacional hasta el lejano templo de San Hipólito, en el punto donde murieron más de mil españoles en la llamada Noche Triste.

Ese día, a poca distancia del palacio virreinal y de una acequia que cruzaba frente a los portales del Cabildo, una cuadrilla que hacía trabajos de nivelación y alcantarillado en nuestro actual Zócalo, encontró una gigantesca estatua de piedra que el erudito Antonio León y Gama consideró “anterior a la Conquista”.

Los trabajadores reportaron de inmediato el hallazgo. El alabardero José Gómez, que se encontraba de guardia a las puertas del palacio, se acercó a mirar. En su Diario describió el hallazgo de aquel “ídolo de la gentilidad”: se trataba de una figura “muy labrada, con una calavera en las espaldas, y por delante otra calavera con cuatro manos y figuras en el resto del cuerpo, pero sin pies ni cabeza”.

La famosa Coatlicue, que hoy se encuentra en el Museo de Antropología, acababa de despertar de un sueño de casi 300 años. ¿Era la misma figura que el conquistador Andrés Tapia había contemplado con horror en lo alto del Templo Mayor, y que los conquistadores arrastraron y enterraron en aquel extremo de la plaza? Todo parece indicar que sí.

Un héroe olvidado, el corregidor Bernardo Bonavía, recomendó que la piedra fuera conservada “por su antigüedad y por los escasos monumentos que nos quedan de aquellos tiempos”, y sugirió que se le trasladara a la Real y Pontificia Universidad, para que ahí fuera medida, pesada, dibujada y grabada, y comenzara a indagarse acerca de su origen.

En septiembre de ese año se trabajó en la Plaza Mayor hasta la medianoche. La pieza fue suspendida con poleas y colocada en posición vertical. La llevaron, según relata León y Gama, hasta la segunda puerta del palacio virreinal, y de ahí la condujeron, en lo que debió ser una trabajosa operación —la Coatlicue pesa poco más de media tonelada— al edificio de la cercana Real y Pontificia Universidad, en las inmediaciones de donde hoy se encuentra la lastimada Suprema Corte de Justicia.

Los trabajos en la plaza, ordenados por el incansable virrey de Revillagigedo, siguieron adelante. Cuatro meses más tarde, el 17 de diciembre de 1790, mientras se rebajaba el piso antiguo para colocar un nuevo empedrado, ocurrió un nuevo hallazgo. Apareció una segunda piedra, a corta distancia de la otra, pero de mucho mayor tamaño. La habían enterrado a tan poca profundidad que, explica León y Gama, casi tocaba la superficie de la tierra.

Fray Diego Durán la había alcanzado a ver dos siglos antes. Según este fraile, dicha piedra “era cosa de ver” porque tenía esculpidas las figuras de los meses y los años. El arzobispo fray Alonso de Montúfar (muerto en 1572) la había mandado enterrar para borrar todo recuerdo de ella. Los integrantes de la cuadrilla que la desenterró en 1790 la encontraron boca abajo.

También esa piedra fue colocada en posición vertical. El erudito León y Gama, que siempre había pensado que en la plaza principal “se habían de hallar muchos preciosos monumentos de la Antigüedad Mexicana” porque a los conquistadores debió costarles trabajo trasladar a mayor distancia los ídolos que había en los templos de Tenochtitlan, la fue a ver lleno de gozo.

León y Gama comprendió que tenía frente a sí un calendario: la Piedra del Sol, que sería conocida popularmente como el Calendario Azteca. Cuenta el erudito que por estar expuesta al público, y sin custodia alguna, muchas de las figuras contenidas en la pieza fueron maltratadas y “desperfeccionadas” por gente “rústica y pueril”. Movido por el temor de que se perdiera, como tantas otras cosas que fueron destruidas o entregadas al fuego, León y Gama la mandó copiar y tomó la decisión de publicar una “Descripción de las dos piedras”, que vio la luz en 1792 y marcó, tal vez, el inicio de la arqueología mexicana.

El encargado de comunicar la noticia del hallazgo de la Piedra del Sol fue el arquitecto José Damián Ortiz de Castro, que construía las torres y la fachada de la aún inacabada Catedral Metropolitana. Un canónigo solicitó al virrey que la piedra fuera entregada a la Catedral: Revillagigedo accedió, a condición de que “se pusiese en parte pública, donde se conservase siempre como un apreciable monumento de la antigüedad indiana”.

La Piedra del Sol fue incrustada dos años más tarde en la torre poniente de la Catedral, muy cerca de la desembocadura de la actual 5 de Mayo, donde en 1847, en los días de la invasión, los soldados norteamericanos la emplearon para practicar el tiro al blanco.

Poco después del segundo hallazgo, en enero de 1791, muy cerca de la actual calle de Madero, apareció un tercer monolito que narraba los triunfos militares del séptimo huey tlatoani de los mexicas: la Piedra de Tizoc.

En 1990 se colocaron placas conmemorativas en los sitios en donde la Coatlicue y la Piedra del Sol fueron encontrados. Con el paso de los años, esas placas fueron robadas. Apoyado en las mediciones aportadas por León y Gama en su “Descripción”, el arqueólogo Raúl Barrera y otros investigadores del INAH lograron determinar el punto exacto de los hallazgos. Hoy, en un Zócalo peatonal, y gracias a las placas colocadas por el INAH, es posible detenerse en el sitio en donde las cuadrillas de trabajadores de 1790 y 1791 llevaron a cabo algunos de los descubrimientos más cruciales de la arqueología mexicana. Es posible detenerse ahí, para llevar a cabo aquello que nos permite siempre el viejo centro: soñar, volar, imaginar.

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