Un médico del turno de la noche llegó al filtro de Urgencias. No podía respirar. Cayó al suelo. Sus compañeros intentaron auxiliarlo. “No me toquen —dijo—. Estoy contagiado”.
Una semana antes había llegado al hospital una paciente enferma de las vías urinarias. Muy pronto, sin embargo, presentó otros síntomas. Los síntomas del Covid-19. Antes de una semana murió.
Aquel médico presentó molestias una semana después. Había sido contagiado. Cuando un segundo médico presentó los síntomas, el horror se extendió entre el resto del personal.
Era apenas el mes de marzo y el monstruo empezaba apenas a mostrar la cara. En poco tiempo, los enfermos saturaban el área de Urgencias del Hospital Obregón, ubicado en la colonia Roma, en la Ciudad de México.
“No estábamos preparados para ver eso”, dice la enfermera Yesenia Manrique.
“¿Qué era ‘eso’?”, le pregunto.
“Eso era gente boqueando con desesperación, agarrándose la garganta con las manos, moviéndose en las camas con unas ansias espantosas. Hubo un paciente que cuando la subimos al ‘Área Covid’ del hospital intentó arrojarse por la ventana”.
En aquellos días, uno de los enfermos se agitaba de manera tan trémula que le arrancó la careta al médico que lo atendía.
“El doctor salió de la sala verdaderamente ‘paniqueado’”, recuerda la enfermera.
El otro día un pasajero se cambió de asiento en el transporte público cuando Yesenia se sentó a su lado. Ella venía de ocho horas de pelear con la muerte, y llevaba más de 30 días sin poder ver a su bebé de ocho meses.
Solo hablaba con él a través de videollamadas, y cada que cortaba la comunicación se echaba a llorar “por no poder besarlo, por no poder tocarlo”.
En esos días Yesenia tomó la decisión de quedarse a dormir en una camioneta. “No quería arriesgar a mi familia, estaba viendo en el hospital tantas y tantas cosas”. Quedarse a dormir es en realidad solo una frase. Porque el infierno acompaña a las enfermeras a donde van, y la imágenes de los enfermos les taladran los ojos durante la noche.
Envuelta en una cobija a mitad de la calle, escuchaba y veía en su teléfono más noticias de muerte.
“Llegas al hospital, traes cuatro capas de ropa abajo del Tyvek (el overol de protección), te pones gorro, careta, lentes, cuatro pares de guantes, y desde el primer momento sientes sofoco, y no puedes tomar agua, ni ir al baño, ni comer”, relata.
Comienza entonces el desfile de tragedias:
“Muchas veces la familia te encarga a su paciente y tú sabes desde el primer minuto que no lo volverán a ver. Los traen hasta el último momento, porque por desgracia vivimos en un país en el que la gente no se quiere. Se deja, se abandona, le dice mentiras al médico, cree que la epidemia es un invento, no toma en cuenta lo que le dicen”.
Yesenia me cuenta la historia de un elemento de la Secretaría de Seguridad Ciudadana que llegó al hospital con altísima fiebre, dolores de cabeza y dificultad para respirar. Después de unos días lograron estabilizarlo: cuando se sintió bien, lo mandaron a su casa con una incapacidad de 14 días.
Solo que en lugar de irse a su casa el agente se llevó a la familia de paseo al estado de Hidalgo. Allá le volvió la fiebre y esta vez nada pudo salvarlo: “Llegó al Hospital General únicamente para morir”.
Afirma la enfermera que en el hospital los enfermos de Covid-19 se dividen en dos: “los menos graves” y aquellos “cuya recuperación es casi imposible”: por lo general, aunque no de manera exclusiva —pues ahí han visto morir personas de 27 años en adelante—, los cercanos a los 60, diabéticos, hipertensos y con sobrepeso.
“Cuando termina el turno lo único que quieres es arrancarte el traje, sacarte el equipo. Pero sabes también que el virus está escondido en alguna parte, y entonces una debe ser muy cuidadosa. Una compañera se contagió hace poco, creemos que por la prisa con que se quitó el equipo. Esto desató un clima de terror entre el personal. Porque todos sabemos que en cualquier momento podemos caer, podemos contagiarnos, o algo peor: llevar el coronavirus a nuestras familias”.
Astrid, la hermana de Yesenia, no soportó la idea de que ella durmiera en una camioneta y le destinó una habitación en su departamento. Se las arreglan para extremar la higiene y mantener la llamada “sana distancia”. La enfermera, sin embargo, sigue sin estar con su hijo.
Hace unos días vi un breve video que muestra el momento en que Yesenia le habla a su bebé por vía digital. El video es triste y elocuente. Imágenes como esas formarán parte de la historia de esta epidemia.
Mientras escribo estas notas, Yesenia sigue luchando en el hospital.
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