En agosto de 1779 llegó a México “el otoño de la muerte”, una de las epidemias más devastadoras de que hay registro. El virrey de Branciforte había publicado un bando con instrucciones para enfrentar la epidemia.

Llevar a los enfermos a una casa distante y opuesta al viento. Encender hogueras en los lugares donde hubiera contagiados, a fin de purificar el aire. Sahumar las cartas que llegaran de lugares infestados, y aislar a quienes hubieran transitado por estos.

Desde luego, la epidemia no cejó e irrumpió en la Ciudad de los Palacios a tambor batiente.

El médico francés Henri Etienne Morel convenció al virrey de que era necesario inocular a la población: transmitirle materia de la pústula de viruela humana, para tratar de obtener un contagio menos violento y agresivo.

Aunque en caso de fallar la inoculación podía acarrear la muerte, el sabio novohispano José Ignacio Bartolache aprobó el método de Morel como un último recurso desesperado. Se montó una pequeña clínica en el rumbo de San Hipólito, pero el doctor Morel solo logró inocular a siete personas: al resto de la población le pareció una locura meterse en el cuerpo el veneno que estaba aniquilando a miles. La epidemia de ese año le arrebató la vida a 18 mil personas solo en la capital del virreinato, según el oidor Cosme de Mier.

Cuando el brote volvió en 1797, el inglés Edward Jenner descubría, en el ganado, la vacuna contra la viruela: un procedimiento que garantizaba la inmunidad y no provocaba sino algo de fiebre y leves alteraciones en el cuerpo.

Recordamos al rey Carlos IV por El Caballito, la estatua de Tolsá que embellece las afueras del Palacio de Minería. Carlos IV tiene mala prensa: se le considera débil, cobarde, desobligado (nada le interesaba más que la cacería). Según la maledicencia, la reina lo engañó con su primer ministro —un guardia de corps, surgido de la nada—, e incluso su hijo intentó darle un golpe de Estado. Carlos IV le entregó su corona a Napoleón y murió en el exilio, lejos de España.

A pesar de sus flaquezas, entendió que el descubrimiento de Jenner era crucial para detener las catástrofes demográficas que desde 1520 —en periodos de 15 o 18 años— despoblaban al Nuevo Mundo, y emitió una real orden para que se organizara una expedición científica que llevara la vacuna al otro lado del océano.

Al frente de la expedición quedó Francisco Xavier Balmis, un cirujano que años antes se había fogueado entre los enfermos de sífilis del Hospital del Amor de Dios y que más tarde había dirigido el Hospital de San Andrés (que estuvo en la calle de Tacuba, donde hoy se halla El Caballito).

Es difícil imaginar aquel mundo. La expedición zarpó de La Coruña el 30 de noviembre de 1803. A bordo iba la señora Isabel Cendala y Gómez, considerada “la primera enfermera en la historia de la salud pública en México”. Iban también 22 niños expósitos —cuyas edades fluctuaban entre 8 y 10 años— que serían vacunados de brazo a brazo durante la travesía, a fin de mantener activa la vacuna antivariolosa.

Cendala, una joven viuda, madre de un hijo, era directora de la Casa Expósito de La Coruña. “Aceptó alejarse de su patria y de su hogar para cuidar y atender a los niños portadores de la linfa protectora de la viruela”, escribe Miguel E. Bustamante.

La travesía por mar duró ocho meses a bordo de una fragata de vela. En una relación escrita por Balmis, Isabel Cendala aparece “asistiendo y cuidando en sus sufrimientos”, día y noche, a los pequeños portadores de la vacuna: “curando las lesiones de evolución de esta, en ocasiones complicada por contaminación secundaria de la lesión”, según relata Bustamante.

La expedición pasó por Puerto Rico, Venezuela y Cuba y llegó a Veracruz bordeando Yucatán. Para entonces era julio de 1804. Balmis no tuvo la recepción que esperaba. Solicitó que le entregaran varios sujetos receptivos para “perpetuar” la vacuna a través de ellos, pero el Ayuntamiento se negó a dárselos. El médico tuvo que escribir al gobernador, quien le franqueó a diez soldados del regimiento: de ese modo desapareció “el peligro de perder un tesoro que se había conservado a costa de tantos trabajos”.

Como anécdota, no está de más decir que, en la Ciudad de México, Balmis vacunó a un niño indígena al que su madre llevó luego a una botica, para implorar que le aplicaran un contraveneno. El lugar donde ofreció la vacunación —la casa número 30 de la calle de Chavarría, hoy Justo Sierra— no tuvo ninguna concurrencia.

Meses más tarde, en el brazo de 26 niños mexicanos de entre cuatro y seis años de edad, la vacuna partió en la Nao de China rumbo a Filipinas. Isabel Cendala iba a bordo de esa nao. El viaje fue un infierno: los niños fueron amontonados “en un paraje lleno de inmundicias y de grandes ratas que los atemorizaban”, se quejó Balmis. La enfermera no se apartó de ellos. “Su competencia estuvo a prueba siempre, y siempre se demostró”, relata Bustamante.

Balmis murió en la miseria en 1820. Isabel Cendala regresó de Filipinas y radicó en Puebla con su hijo. En 1808, el virrey Iturrigaray le asignó un sueldo de 500 pesos anuales. A partir de entonces, su rastro se perdió.

La vacuna se propagó por Filipinas, Macao, Cantón y China. En México, se extendió a lo largo del virreinato. Durante siglos, el nombre de Isabel Cendala permaneció en la penumbra, sepultado entre viejos archivos.

Conviene repetirlo ahora que enfermeros y enfermeras de todo el mundo ocupan la primera línea de batalla contra la peor epidemia en medio siglo.

@hdemauleon
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