Moctezuma le dijo aquella mañana a Hernán Cortés, en lo alto del Templo Mayor:

—Mira, Malinche, nuestra ciudad.

Abajo, en el centro del lago, estaba el espejismo de Tenochtitlan.

La pequeña isla original se había convertido en un inmenso terraplén artificial sobre el que flotaban templos, casas, palacios, calzadas y huertos.

La imborrable primera impresión de Bernal Díaz del Castillo ha atravesado los siglos. Pocos historiadores resisten la tentación de citarla:

“Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho de ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni aún soñadas como veíamos (…) solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí había sonaban más de una legua, y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y llena de gente no la habían visto”.

Aquella ciudad, que en cosa de 200 años se había convertido en capital de un imperio, nunca había sido atacada. A los mexicas les bastaba con alzar los puentes que se hallaban sobre las tres calzadas que conectaban la ciudad con la tierra firme, para que Tenochtitlan se volviera inexpugnable.

A lo largo de los siglos, pocos han resistido, también, el impulso de citar los versos del antiguo canto: “¿Quién podrá sitiar a Tenochtitlan? / ¿Quién podrá conmover los cimientos del cielo? / Con nuestras flechas, / con nuestros escudos, / está existiendo la ciudad. / México-Tenochtitlan subsiste!”.

Chichimeca significa “linaje de perros”. Entre el siglo XII y el siglo XIII llegaron en oleadas a los valles centrales: contribuyeron a la ruina del imperio tolteca y poco a poco fueron conquistando a sus vecinos del sur. Entre esos grupos se movía uno que parecía jugar un papel insignificante. Los dirigían cuatro sacerdotes que cargaban sobre las espaldas a un dios desconocido: Huitzilopochtli. Un dios que les hablaba incansablemente.

Los datos que existen sobre ese grupo mezclan la historia con el mito. Es un relato que hemos escuchado todos y cuyo origen procede de un códice perdido al que se conoce como Crónica X, del que probablemente abrevaron el cronista indígena Hernando Alvarado Tezozómoc y el fraile dominico Diego Durán para escribir, respectivamente, sus magnéticas Crónica mexicana e Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme.

Una versión en español de esa crónica perdida, creada pocos años después de la Conquista, fue descubierta en condiciones dramáticas por el erudito José Fernando Ramírez la noche de 1856 en que la biblioteca del Convento Grande de San Francisco iba a ser demolida: debido a eso, Manuel Orozco y Berra la bautizó con el nombre de Códice Ramírez.

Ignacio Bernal ha relatado la llegada de esa tribu de ínfima importancia a los valles centrales. Llevaban caminando cuando menos un siglo por territorios que hoy forman el norte de México. “Rápidamente adquirieron una fama —bien merecida— de pendencieros, crueles, ladrones de mujeres, falsos a su palabra”, escribe Bernal. “Nadie conocía sus rostros. En todas partes les preguntaban: ‘¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen?’. Y no solo les hacían esas preguntas, sino que los arrojaban, los perseguían y los acosaban”, agrega Fernando Benítez.

Un episodio los pinta de cuerpo entero: piden la mano de la hija del rey de Culhuacán: “Te suplicamos nos concedas, nos des tu collar, tu pluma de quetzal, tu hijita doncella”. Apenas el rey se las concede, siguiendo las órdenes de su dios terrible, la asesinan, la desuellan, hacen que un sacerdote se vista con los pellejos, y luego invitan al padre de la novia a que vaya a adorarla con hule, incienso, papel y flores.

El rey de Culhuacán los había enviado a Tizapán con la secreta esperanza de que murieran de hambre en aquel sitio infestado de serpientes. Pero se las acabaron todas. Según la Crónica Mexicáyotl, Huitzilopochtli volvió a hablarles para que siguieran buscando el lugar preciso en que habrían de levantar su templo. Para entonces llevaban casi dos siglos sin poder quedarse en ningún sitio. Se hallaban eternamente preparados para la guerra.

De acuerdo con Ignacio Bernal, eran una mezcla de inteligencia práctica mezclada al fanatismo y al desdén por el sufrimiento.

Gutierre Tibón calcula que caminaban desde 1116, que habían caminado 208 años hasta que hallaron “lo que nos dijo y ordenó Huitzilopochtli”: “el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en que es desgarrada la serpiente y acaecerán muchas cosas”.

Era un pequeño islote que emergía de las aguas, y que ninguno de los habitantes del valle había ocupado. Se hallaba protegido por las aguas y por el espesor de los carrizos, las juncias, las espadañas. Roca, tunal, águila: “En este lugar ha de ser México”, dijeron los sacerdotes. Según se ha convenido era el año 2 Casa: 1325 para nosotros; se están cumpliendo 700 años

Levantaron un templo hecho con lodo y varas. Decidieron ir a los mercados con peces, aves, ranas, moscos, para adquirir por medio de trueque madera, leña y cal de piedra con los cuales comenzar a construir su ciudad.

Quién diría que en pocos años Tenochtitlan se habría vuelto “señora y princesa, cabeza y reina de todas las ciudades”. Que unos años más tarde, se leería en los Memoriales de Culhuacán: “En tanto permanezca el mundo, no acabará la fama y la gloria de México-Tenochtitlan”.

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