500 años imaginando esos días. Esa noche.
Cuando se iba el sol los mexicas comenzaban a tañer “el maldito atambor”, que según el soldado Bernal Díaz del Castillo “era el más maldito sonido y más triste que se podía inventar”.
Aquel atambor sonaba hasta tierras lejanas. “Y tañían otros peores instrumentos y cosas diabólicas y tenían grandes lumbres, y daban grandísimos gritos y silbos”.
En mayo de 1521 Cortés y sus hombres destruyeron el acueducto de Chapultepec, que surtía de agua a Tenochtitlan. Al mismo tiempo, los capitanes Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Gonzalo de Sandoval iniciaron el cerco de la ciudad.
Comenzaba la defensa más dramática de una capital del Nuevo Mundo en el medio milenio que ha transcurrido desde entonces. “Durante un tiempo, algunos mexicanos lo vieron a él (a Hernán Cortés) y a sus compañeros, cuando menos como la reencarnación de dioses. Pero, a fin de cuentas, para ser sinceros, habían sido los mexicas quienes lucharon como dioses”, escribe el historiador Hugh Thomas en un libro que se ha vuelto clásico: “La Conquista de México”.
Las imágenes descritas por Bernal Díaz del Castillo arden en la imaginación y en la memoria desde que su “Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España” fue publicada en 1632:
“Qué grita y alaridos y silbos nos daban y cómo se venían a juntar con nosotros pie con pie, digo qué y no lo sé escribir; porque toda la calzada hincharon de vara y flecha y piedras de las que nos tiraban, pues las que caían en el agua muchas más serían; y desde que nos vimos en tierra firme dimos muchas gracias a Dios”.
Los mexicas dejaban que los españoles y sus aliados, tlaxcaltecas, texcocanos, acolhuas, penetraran a la ciudad durante largos tramos. Lo hacían solo para llevarlos a los espacios donde pudieran atacarlos cómodamente. Los invasores destruían todo lo que encontraban a su paso, y los mexicas volvían a levantarlo todo durante las noches —de manera que todo parecía empezar de cero diariamente.
Escribe Bernal que el maldito atambor y otros peores instrumentos tañían de manera “espantable” y luego cuenta cómo los mexicas llevaban a los prisioneros a lo alto del Templo Mayor, “donde estaban sus malditos ídolos”: les ponían plumajes en la cabeza, los hacían bailar “delante del Uichilobos”, “les aserraban los pechos y les sacaban los corazones bullentes”.
Más tarde los lanzaban escalinatas abajo, y los descuartizaban, y guardaban sus barbas “para hacer fiestas con ellas”. Finalmente, relata el conquistador, se comían las carnes “en chilmole”.
Los restos de los sacrificados, la cabeza, los pies, las manos, eran empleados para alentar entre el pueblo, y en las comunidades cercanas, la idea de que los dioses estaban de su lado.
Pero los antiguos aliados ya no estaban. Texcoco se había volteado. Cuauhtitlán, Tacuba y Tlacopan habían quedado vacíos. Los pueblos que, durante los primeros días de lo que Hugh Thomas llamó “La batalla de Tenochtitlan”, todavía proveían de alimento a los mexicas, pactaron con Cortés.
Tras la destrucción del acueducto, la sed arrasó Tenochtitlan y los sitiados dispusieron solo del agua fétida del lago. Muchos comenzaron a morir de “un flujo del cuerpo”. Cuauhtémoc mandaba a un viejo mexica a comer lentamente a la orilla del lago, a la vista de los españoles, para que estos creyeran que en la ciudad no faltaban alimentos, aunque en realidad la gente rascaba las piedras para comerse las lagartijas, la paja, las yerbas e incluso el lodo.
El mismo Cuauhtémoc había ordenado a las mujeres que subieran a las azoteas vestidas como guerreros, ataviadas con armas y plumas. La intención era que Cortés creyera que el número de sus enemigos era infinito.
Se lee en el poema: “Como una pintura / nos iremos borrando. / Como una flor / nos iremos secando”.
La ciudad que Cortés había considerado “la más hermosa cosa del mundo” era ya solo un puñado de ruinas. Los aliados indígenas atacaban con un odio y una ferocidad que espantaba a los propios españoles: “Nunca en generación tan recia se vio”, apuntó Cortés.
A cada incursión, los españoles caminaban sobre las cabezas y los cuerpos de los muertos. Relata Hugh Thomas: “En todas partes se veían huesos rotos, casas desvalijadas, tejados derrumbados, muros marchados de sangre, cuerpos sin enterrar”. Escribe el propio Cortés que las calles estaban llenas de niños y mujeres que se morían de hambre y “que era la más lástima del mundo ver”.
Según algunas crónicas, hubo una última señal, un último portento. Apareció en el cielo un remolino que parecía hecho de fuego “y andaba haciendo espirales” y desapareció de pronto en el centro del lago.
El último día de Tenochtitlan comenzó a llover y cayó una de esas lluvias propias de agosto, que duró hasta la medianoche. Sostiene Bernal que todo el tiempo sonaban desde lo alto de los templos los malditos atambores, pero que de pronto todo calló y era como si “de antes estuviera un hombre encima de un campanario y tañese muchas campanas, y en aquel instante que las tañían cesasen de tañerlas”.
Había caído preso Cuauhtémoc. Entonces “cesaron las voces y todo el ruido”.
Twitter: @hdemauleon