La historia inició cinematográficamente. Unas lluvias torrenciales sucedidas en el verano de 2003 abrieron un boquete al pie del templo de Quetzalcóatl, allá en Teotihuacan. El arqueólogo Sergio Gómez consiguió una cuerda y una linterna, y se descolgó por el agujero lodoso.

Bajó exactamente 18 metros. En la oscuridad, y el inmenso silencio, la vacilante luz de su linterna alumbró el principio de un túnel que los teotihuacanos habían cavado y sellado dos mil años atrás.

De ese modo comenzó la historia del mayor descubrimiento arqueológico ocurrido hasta la fecha en aquella mítica ciudad prehispánica. Teotihuacan ha sido siempre un misterio para los arqueólogos. Cuando los aztecas la hallaron, durante su lenta peregrinación hacia lo alto de los valles centrales, la ciudad, que llegó a tener 200 mil habitantes y más de 23 kilómetros de extensión, llevaba ya 500 años abandonada.

No se sabía con qué nombre la habían llamado sus habitantes. No se sabía tampoco qué había sido de estos. Solo quedaba una grandiosa ciudad vacía: las ruinas más altas del continente, y un viento que ululaba por la Calzada o el Camino de los muertos.

Los aztecas juzgaron que aquella ciudad había sido construida por los dioses; que estos se habían reunido allí para fincar la creación del mundo.

El túnel encontrado por el arqueólogo Gómez se extendía a lo largo de 103 metros y pasaba debajo del templo de Quetzalcóatl. Para explorarlo se necesitó casi una década, el uso de robots (por primera vez en México) y el retiro de más de mil toneladas de tierra y piedra. El equipo del INAH avanzó abriéndose paso con herramientas de dentista. Se descubrió que los teotihuacanos, dos mil años atrás, habían cerrado el túnel en diversos tramos: había al menos seis muros que impedían el paso hacia el sitio que los arqueólogos anhelaban encontrar.

Pero el túnel mismo era una maravilla: sus paredes de roca habían sido salpicadas con pirita, de manera que al avanzar se tenía la impresión de estar contemplando el cielo en una noche estrellada: la sensación de atravesar el Universo mismo, para llegar al centro de los centros.

En 1972 dos trabajadores notaron que de entre las piedras de la llamada Pirámide del Sol emergía una levísima corriente de aire: un chiflón húmedo y frío. Las lluvias de ese año dejaron pronto al descubierto una pequeña oquedad situada al pie del templo. Era la entrada de otro túnel: un túnel de 103 metros que conducía justo al eje de ese monumento.

En el eje había una gruta que semejaba una flor de cuatro pétalos. Según el arqueólogo Rubén Cabrera, hace miles de años existió ahí un manantial al que se le dieron connotaciones sagradas. En torno suyo se desató un culto que culminó con la construcción de una fabulosa pirámide de 65 metros de altura.

En 1988 el dios de la lluvia dejó al descubierto el acceso a unas cámaras que habían sido saqueadas en el año 400. Los arqueólogos lograron rescatar, sin embargo, 20 esqueletos masculinos, navajas de obsidiana, piedras talladas, conchas y un bastón de mando de madera con forma de serpiente.

Nada, en realidad, si se compara con los tesoros que encerraba el túnel bajo el templo de la serpiente: 130 mil objetos: jades, conchas, hule, cerámicas, caracoles bellamente esgrafiados. Semillas, mercurio, huesos de animales, inesperados objetos procedentes de Oaxaca, Puebla, Guatemala, la península de Yucatán, la costa del Golfo y el norte ignoto: turquesas procedentes de lo que hoy llamamos Estados Unidos.

El equipo del programa El Foco bajó al túnel hace unos días, guiado por el arqueólogo Gómez. Fue como atravesar, encorvados, a veces a rastras, un lapso de dos mil años. En un punto del recorrido, justo debajo del templo de Quetzalcóatl, decidimos apagar las luces de las cámaras y escuchar, simplemente escuchar.

Fue como oír el ruido del Universo, como escuchar algo que de alguna manera tiene que ver con el principio. En todo caso, con algo de lo que uno nunca se repone.

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