Cristina Pacheco acaba de despedirse de la televisión con un mensaje doloroso y tremendamente vivo. Con ese mensaje, que no es posible mirar sin lágrimas en los ojos, ha terminado un momento mayor de la televisión mexicana.
Perdidos en la banalidad y la frivolidad, en los continuos escándalos de la vida pública, perdemos casi siempre de vista lo esencial.
Es inmenso el vacío que Cristina Pacheco abre con ese adiós.
Con la salida del aire de “Aquí nos tocó vivir” y “Conversando con Cristina Pacheco”, la Ciudad de México se despide de su cronista más apasionada y de una periodista que a lo largo de medio siglo perfeccionó como nadie el arte de la entrevista, el placer de la conversación.
Una niña llegó, en los años 40, a una ciudad de luces y rascacielos que vivía en esa década una etapa dorada. Formaba parte de una familia de campesinos que llegaba a la estación de Buenavista con una dirección anotada en un papelito. Esa niña salió de la estación y miró por vez primera la avenida Insurgentes. Tuvo un estremecimiento. Muchos años después diría que se sintió en medio de un torbellino.
Su familia fue a parar a una vecindad del barrio de Tacuba. Perdido en la ciudad inmensa, su padre no sabía qué hacer: no pudo nunca hallar un destino. Le entregó a su hija, sin embargo, algo parecido a una segunda vida: la enseñó a leer y escribir.
“Bendito Dios que me dio una infancia difícil”, declaró Cristina una vida más tarde.
Tirado en una calle, Cristina Pacheco encontró una tarde un ejemplar incompleto de la revista Selecciones. En las pocas páginas que quedaban intactas, un artículo contaba la vida de Mozart.
Algo la tocó entonces. Fue precisamente en ese instante cuando algo supo o intuyó: que toda vida es única; que no hay vida sin relieve; que la vida puede ser tolerable si uno la cuenta.
“Desde entonces, ese es mi oficio, en eso me pierdo y en eso voy a terminar mi vida”, me dijo una tarde inolvidable en la calle de Tacuba.
No se atrevió a firmar sus primeros textos, sus primeras crónicas, sus primeras entrevistas: si sus colaboraciones eran buenas, pensó, dirían que las había escrito su esposo, el brillante José Emilio Pacheco. Y si eran malas, solo lo haría quedar en ridículo como escritor.
Así que con ayuda del periodista Raúl Prieto —el famoso Nikito Nipongo— inventó un seudónimo: Juan Ángel Real. Publicó en la revista Sucesos piezas tan notables que el cineasta Luis Buñuel se interesó por filmar una de ellas. Desechó el proyecto, sin embargo, al enterarse que Juan Ángel Real era una mujer.
Ella lo vivió como un fracaso. José Emilio le pidió entonces que tomara una decisión: “Puedes ser valiente y dar la cara y fracasar en público, o puedes esconderte para siempre detrás de un nombre falso. Tú decides”.
Cristina Pacheco decidió: “Voy a escribir con mi nombre. Y voy a contar todo lo que pasa en esta ciudad enorme, salvaje, inmensamente noble”.
Comenzó a hacer entrevistas en las que en realidad entrevistaba a su pasado. Historias de migrantes que llegaban a la ciudad con una dirección anotada en un papelito. Hace más de 40 años que llevó esa idea a la televisión: sacar las cámaras a la calle —“que es lo mío, que siempre será lo mío”— y contar la historia de personas que son como ella.
Poca gente en México domina como Cristina Pacheco el arte, el placer de la conversación. La gente se abre ante ella. Le dice cosas que no le diría a nadie más. En menos de un minuto, con solo dos preguntas, Cristina Pacheco te hace sentir que eres un viejo amigo.
Con el paso de los años, de las décadas, formó un verdadero banco de historias en cuyas bóvedas están guardadas las vidas de la gente que ha habitado esta ciudad.
—¿Cuál es tu secreto? —le pregunté aquella tarde en la calle de Tacuba.
—No tengo ningún secreto más que tocar a la gente. Tocar el corazón de la gente. Y hablar de lo único que sé: de la gente de la calle. Porque eso es lo único que conozco: la gente a la que agradezco y la honro.
Espero que la ausencia de Cristina sea temporal. Espero que la ciudad recupere a su cronista. Espero más conversaciones en la ciudad donde nos tocó vivir.