Parecía como si no hubiera ocurrido nada igual desde la batalla del Cinco de Mayo. Lo ocurrido el 14 de marzo de 1965 en el estadio de la Ciudad Universitaria lo repitieron los cronistas deportivos una y otra vez hasta volverlo legendario. América y Guadalajara disputaban el título de Campeón de Campeones . En el minuto 30 el americanista Antonio El Güero Jasso le asestó al delantero Héctor Hernández uno de esos cabezazos que tardan más de 15 días en sanar.
Comenzó la bronca. O, mejor dicho, siguió una bronca que en otra cancha (el Parque Asturias) y en otra fecha (febrero de 1944) habían comenzado a puñetazos el uruguayo Scarone y José El Pelón Gutiérrez –esa tarde nació el Clásico de Clásicos.
Al centro del combate fueron a meterse El Tigre Sepúlveda , que era en la cancha un rayo de la guerra, y el entrón volante americanista Alfonso Portugal .
El árbitro Rafael Valenzuela les mostró la tarjeta roja al Tigre, a Hernández y a Jasso, pero no a Portugal. “No me voy –rugió El Tigre–. Si no se va también Portugal, de aquí solo me sacan muerto”.
Valenzuela ordenó a la autoridad que lo sacara. El Tigre echó a correr. El júbilo explotó en la tribuna: partido de Campeón de Campeones , las autoridades correteando a uno de sus ídolos y el América perdiendo el partido. Se dice que la escena duró 20 minutos hasta que, acorralado, Sepúlveda se quitó la camiseta rojiblanca y la tiró sobre el pasto.
“¡Con esta tienen!” –dijo, dirigiéndose a los americanistas.
“Y con esa tuvieron”, recordaría años después, porque aquella tarde los Canarios cayeron dos goles a uno.
Sepúlveda, El Tigre Sepúlveda, era el alma en la defensa de un equipo que en poco más de una década (1957-1969) fue siete veces campeón de liga y seis veces campeón de campeones.
En mi casa, el resplandor de aquella escuadra mítica llegó hasta la recámara en la que uno de mis tíos había tapizado las paredes con banderines y fotografías recortadas de revistas deportivas . Ahí reinaban, entre la pintura descarapelada por el tiempo, las figuras de Chava Reyes , El Bigotón Jasso, Sabás Ponce, El Cura Chaires, El Jamaicón Villegas, El Tubo Gómez, El Chololo Díaz, Mellone Gutiérrez, La Pina Arellano… y desde luego El Tigre Sepúlveda.
El Campeonísimo
estaba ahí, de día y de noche, y estaba también cada semana en los partidos en blanco y negro que creo que narraba Fernando Marcos y arrancaban gritos a la concurrencia familiar.
A mí no me tocó ver aquellos días de gloria. Mi alma estuvo con el Guadalajara que cayó estrepitosamente en la década de los 70, arañando siempre el oprobio y el fantasma del descenso. Lloraba en los rincones cada que el marco de Ignacio Calderón era horadado y cada que el Willy Gómez , tirando a gol, mandaba el esférico a las tribunas.
De manera que fui encantado a entrevistar al Tigre Sepúlveda a Guadalajara, una tarde de 1996 en que se avecinaba un clásico más.
Lo encontré en la tienda de artículos deportivos que había abierto desde 1969, el día que en que todo terminó para él. Guillermo Cañedo le había dicho: “A partir de hoy quedas fuera de la selección. Y más te vale cerrar la boca”.
El Tigre era líder de un grupo que intentaba crear un sindicato de futbolistas .
“Recibíamos sueldos ridículos y no gozábamos de ningún derecho, éramos como esclavos de los dueños”. La Federación Mexicana de Futbol lo paró en seco.
Dejó el futbol. Abrió “Deportes El Tigre Sepúlveda”. Esa tarde se rasuraba en seco con una Prestobarba y, con cada restregón que se daba, nomás de verlo se escarapelaba la piel: reía, hablaba, parecía cortar el aire en dos a su paso. La vitalidad le salía por los poros.
“Fui Chiva de 1952 a 1966, échale cuentas”, me dijo. “Y sigo siendo belicoso, entrón, metiche”. Acababa de cumplir 61 años.
Durante esas horas habló de un tiempo en el que el público se volvía loco de júbilo , y los jugadores salían a morirse, y había “unos agarrones de miedo”. Habló con una pasión que no pude olvidar jamás.
El periodista español Antonio Huerta lo había bautizado como El Tigre: el que se le paraba enfrente tenía que atenerse a las consecuencias. Zague, El Lobo Solitario , aquel gran goleador americanista, le decía en cada partido: “Ahora sí, Tigre”.
“Pero nunca pudo anotarnos conmigo en la cancha. Nomás nunca lo dejé pasar”.
Casi al final me dijo: “Te voy a decir qué es para mí la pasión. Una vez no sé qué equipo nos iba ganando 1-0. Yo estaba de suplente y quedaban tres minutos. Vino un corner y el entrenador no me metía, aunque sabía que era yo un gran cabeceador. Entonces me levanté de la banca y me metí a la cancha por mis calzones y cuando cobraron el corner metí el gol”.
Vuelvo a verlo en el resplandor de aquel cuarto de San Cosme , en cuclillas sobre la cancha, con la mano en el balón, entre los banderines , las fotos arrancadas a las revistas y la pintura descarapelada de una casa que hoy está vacía. Esa es la imagen que vino a mi mente el viernes pasado, cuando supe que murió.