Señoras y señores, hay otra estatua de Cristóbal Colón que en realidad a nadie le ha importado nunca.
Ante las críticas que despertó el retiro de las esculturas que formaban el hoy polémico monumento a Colón, retiro efectuado de manera unilateral por el gobierno de la ciudad, el hoy secretario de Gobierno, don Alfonso Suárez del Real —uno de los mayores eruditos en la historia capitalina—, consoló irónicamente en una entrevista a quienes podríamos llamar “los nostálgicos del ayer”: no importa que el Paseo de la Reforma pierda uno de sus referentes centenarios, se quede sin la emblemática escultura que el francés Charles Cordier dedicó al infortunado navegante genovés: muy cerca de ahí, nos recordó el secretario, en las inmediaciones de la antigua estación de trenes de Buenavista, existe otra escultura dedicada al célebre Almirante de la Mar Océano.
Hay estatuas que tienen mala, pésima suerte. La del Colón de Buenavista es una de esas.
En 1853, el escritor, poeta, presidente de la junta directiva de la Academia de San Carlos —y más tarde jurado en el concurso en que se eligió el Himno Nacional—, José Bernardo Couto, se escandalizó porque tantos siglos después se siguiera pichicateando en México la creación de una estatua dedicada a Colón.
La propuesta fue aceptada. Se encomendó al maestro de escultura de San Carlos, el español Manuel Vilar —que había desembarcado en Veracruz al lado de un pintor formidable, imprescindible: Pelegrín Clavé— que hiciera una escultura dedicada a Colón, y de paso otra dedicada a Iturbide.
Tal vez la Ciudad de México se encontraría el día de hoy en llamas si todo aquello hubiera resultado: marchas, protestas, quemas, “consultas” para desterrar dichas efigies. Ninguna de estas, sin embargo, ocupó el sitio que se les había destinado. De hecho, ambas se quedaron en yeso: no fueron vaciadas en bronce.
Vilar terminó el modelo de Colón en 1858. Cobró mil fuertes pesos de entonces. La figura de yeso fue guardada en el patio de la Academia de San Carlos. Ahí se quedó durante muchos años.
El trágico y fugaz emperador Maximiliano vio más tarde esa escultura, “suprema en su género”, y ordenó que la instalaran en una de las glorietas del paseo que había mandado crear, y que nunca vio concluido.
Ese Paseo iba a llamarse de la Emperatriz, en homenaje a su esposa Carlota Amalia. Es el paseo que después fue bautizado con el nombre de Paseo de la Reforma: sí, nuestro querido, entrañable, imprescindible Paseo de la Reforma.
1871: el acaudalado empresario Antonio Escandón ofreció financiar un proyecto escultórico que tuviera como pieza central la escultura creada por Manuel Vilar. Escandón sugirió que el Colón de Vilar estuviera acompañado por quienes eran considerados los grandes artífices de la evangelización.
El monumento fue encargado a un exalumno del Colegio Militar que había combatido como cadete durante la invasión de 1847: el arquitecto Ramón Ramírez Arrangoyti (o Arrangoiti).
Pero de pronto la historia dio un vuelco: durante un viaje a París, Escandón decidió que la escultura de Colón fuera realizada por un artista que lo había deslumbrado: el francés Charles Cordier.
En 1877 el Colón de Cordier fue instalado en el Paseo de la Reforma, en la glorieta que desde entonces fue conocida como la Glorieta de Colón: la primera inaugurada en esa avenida, y que fue colocada frente al sitio donde luego existieron tres instituciones urbanas: la Alberca Pane, el Hotel Imperial y el Café Colón.
La estatua de Cordier fue inmensamente celebrada. La otra, la de Vilar, quedó olvidada en un patio hasta que vinieron los 400 años del “Descubrimiento de América”, en 1892.
Ese año se decidió colocar la escultura de Vilar, que había fallecido tres décadas atrás, en la plazuela de Buenavista. Don Porfirio salió el 12 de octubre de 1892, de Palacio Nacional, en un carruaje que corrió por Avenida Juárez, Rosales y Puente de Alvarado, hasta la conocida estación de trenes.
Ahí cortó el listón, escuchó el discurso notable de Justo Sierra. Más tarde se fue.
Hemos pensado desde entonces en el Colón de Reforma. Lo hemos agredido, pintarrajeado, amenazado con derribarlo.
Ayer pasé por el monumento olvidado.
Juro que estaba sonriendo.