La semana pasada, Maricela A. tuvo dos crisis de ansiedad. Le pasa a cualquiera en estos tiempos atroces, pero durante uno de esos episodios ella sintió fuertes dolores de cabeza y pecho. Tuvo náuseas, vómito. Acudió a su Unidad de Medicina Familiar (UMF) del IMSS . La doctora que usualmente la atiende —y sabe por ende de su trastorno de ansiedad— confió en que se tratara solo de eso.
Le recomendó, sin embargo, que se practicara un electrocardiograma para asegurarse de que no había problemas con su corazón.
Maricela padece también hipertensión . Durante la crisis la presión le había subido hasta 176/87. Le dijeron, no obstante, que el IMSS no podía ofrecer atención de especialidades, pues las instalaciones se hallaban saturadas y el personal médico dedicado por completo a atender la pandemia de Covid-19.
Le pidieron que se hiciera el estudio en un laboratorio privado y volviera en cuanto lo tuviera en las manos.
Buscó un cardiólogo privado. La consulta incluyó el electrocardiograma y su diagnóstico. El médico le dijo que su presión presentaba irregularidades y que padecía, además, frecuencia cardiaca baja o bradicardia. Se le practicaron nuevos estudios para descartar que hubiera una arteria obstruida.
Se descartó esa afección, pero el médico cambió los medicamentos que Maricela suele emplear para la presión, y que le suministra el IMSS.
El médico indicó en su receta que el Instituto estaba obligado a surtirle el nuevo medicamento, aunque no la hubiera emitido uno de sus cardiólogos, dado que el propio IMSS había solicitado que las pruebas se realizaran por fuera.
Maricela acudió al IMSS una semana después. Mostró el electrocardiograma y el resultado de la prueba de esfuerzo.
Su doctora lo analizó, comentando cada variación en las líneas con un médico muy joven. Al final, le devolvieron los estudios sin hacer ningún diagnóstico.
Antes de irse, Maricela pidió una receta para que la farmacia le entregara los medicamentos que le habían indicado en el servicio privado. La doctora la extendió, pero solo para uno de los medicamentos (Amlodipino). Le dijo que era imposible extenderla para el caso del segundo (Irbesartán), por tratarse de uno controlado, el cual requiere la receta de un cardiólogo del IMSS.
El problema, dijo la doctora, “es que no hay cardiólogo ahorita… No hay especialidades, va a tener que comprar ese medicamento afuera”.
—¿Y si me pongo grave? —preguntó Maricela.
—Se viene a Urgencias. Ahí sí podrán atenderla.
Maricela preguntó si había entendido bien:
—Entonces, según sus criterios, debo estar en riesgo de infarto para recibir atención.
Cada frasco de Irbesartán cuesta 1,250 pesos. En farmacias de genéricos se llega a conseguir en 600 pesos. No dura un mes.
La doctora no ocultó su pesar al negarle a la paciente la posibilidad de ser atendida en Especialidades. Durante el tiempo que han estado en contacto, su trato ha sido de primera, explica Maricela, “y sobre todo muy humano”. “El problema es que la Unidad que me toca es el Hospital General de Zona 27, uno de los que se ha visto más afectados por la pandemia”, agrega.
En 2019 hubo 20 millones de consultas en la división de Especialidades: cardiología, neumología, oncología, reumatología, neurología, nefrología, hematología, gastroenterología.
En medio de la emergencia, en medio de los informes y las cifras triunfalistas, ¿cuál es el número de mexicanos que sobreviven con salarios muy bajos y tienen que esperar indefinidamente para ser revisados por un especialista, o se ven obligados a pagar de su bolsillo los servicios, los estudios, los medicamentos recetados por un privado?
“No responsabilizo a la doctora por la omisión que hoy me afecta, sino al IMSS —me escribe Maricela A—, porque en medio de la calamidad nos dice que no tiene a dónde canalizarnos, y que para ser atendidos debemos esperar a que presentemos cuadros graves y, en muchos casos, irreversibles”.
El daño saldrá a la luz tarde o temprano, cuando al pasar la epidemia de Covid encontremos la realidad de un país que quedó abandonado en medio de sus tratamientos, en medio de su enfermedad.