Héctor De Mauleón

¿Cárdenas u Ortiz Rubio?

Héctor de Mauleón
27/08/2024 |01:26
Héctor de Mauleón
autor de OpiniónVer perfil

Hace prácticamente un siglo, durante la presidencia interina de Emilio Portes Gil (1928-1930), el vacío provocado por el asesinato de Álvaro Obregón en el restaurante La Bombilla desató una lucha a muerte entre callistas y obregonistas, por el control del poder político. Plutarco Elías Calles comprendió que le urgía construir un aparato que cohesionara a las fuerzas en choque y, con la promesa de repartirse el poder entre todos a puerta cerrada, creó el Partido Nacional Revolucionario.

Calles decidió también que el mejor candidato para suceder a Portes Gil al término de su presidencia interina era un hombre sin grupo político propio, que llevaba años fuera del país, entregado al servicio diplomático, y que carecía por tanto de compromisos con las facciones reinantes.

Con la oferta de convertirse en secretario de Gobernación de Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio fue atraído desde Brasil. De camino al país, el secretario de Calles le llamó para pedirle que, antes de tomar protesta, se entrevistara con el Jefe Máximo.

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Ortiz Rubio viajó a Cuernavaca. Calles le planteó la desconfianza que sentía por quienes lo rodeaban y le ofreció la candidatura a la Presidencia para el periodo 1930-1934. En sus Memorias, Ortiz Rubio apunta que conocía los procedimientos turbios de Calles, su manera de enredar a la gente para que esta cumpliera con sus designios. Comprendió que le estaban ofreciendo una herencia fatídica: “una cadena irrompible que me ataría al expresidente y su grupo: en fin, un callejón sin salida. Rehusar –escribió— equivaldría a echarme encima los odios de esta gente”. Calles le ofreció el apoyo disciplinado de su grupo. Ortiz Rubio aceptó, tal vez por ambición, pero sobre todo por miedo.

El fondo de la política de Calles consistía en crear división y luego aprovecharse de esta: imponer su voluntad en medio del desorden. Según Ortiz Rubio, el Jefe Máximo conocía como nadie el corazón de los mexicanos y sabía conmoverlos con sus palabras.

Calles engañó al obregonista Aarón Sáenz para compitiera contra Ortiz por la Presidencia, en el entendido de que iba a tratarse de una contienda limpia. Pero era solo un recurso para legitimar la elección. Al informarse de su victoria, el candidato triunfador viajó a Nueva York para conferenciar con Calles que regresaba de atenderse sus males en hospitales de Europa. El objetivo de la reunión fue la composición del gabinete: Calles rodeó al nuevo presidente de hombres suyos, “un grupo completamente servil y difícil de manejar”. Portes Gil se fue a Gobernación. Joaquín Amaro a la Secretaría de Guerra. Manuel Pérez Treviño, cuyo servilismo con Calles era “una obra maestra encuadrada en marco de oro”, en palabras de Ortiz Rubio, recibió Agricultura. A Aarón Sáenz, que había competido en la campaña contra el presidente, le dieron Educación.

Ortiz Rubio diría más tarde que solo había cometido dos errores: haber aceptado la Presidencia apoyado por un grupo que solo le respondía a otro; y no haber destruido ese grupo, empezando por su caudillo.

Pagó muy pronto las consecuencias. Portes Gil despachaba sin consultarlo. Calles llamaba a los secretarios para darles directrices y dictarles instrucciones.

A espaldas de Ortiz Rubio, Calles maniobró para que sus leales se apoderaran de las Cámaras, así como de sus comisiones. Desde un mes antes de las elecciones las Cámaras eran completamente callistas. “El cerco alrededor de Ortiz Rubio quedó tendido”, escribe el historiador Ricardo Pozas.

“Todo el mundo se aprestaba a obedecer las órdenes de Calles”, se lee en las Memorias del expresidente. En el Maximato la única manera de sacar ventaja era la obediencia ciega, plegarse a los caprichos del Jefe Máximo y obedecer sus órdenes. La obediencia, por lo demás, se pagaba con puestos y la libertad para hacer negocios.

El destino de la Presidencia de Ortiz Rubio quedó trazado desde el primer momento: “O tenía que proceder de acuerdo con Calles, dueño de facto de la situación, o me resolvía a romper con él abiertamente, entrando en una lucha cuyas consecuencias finales no era fácil prever”. Los dos caminos eran malos. Ortiz eligió el primero.

Cuando a Calles le estorbó el jefe del Departamento del Distrito Federal, lo delató con el presidente y le mostró los reportes que le pasaba diariamente: ahí estaba el listado de la gente que se reunía con Ortiz Rubio, así como un resumen de todas las actividades de este.

Ortiz Rubio no pudo siquiera apoderarse del PNR. Al único presidente que pudo imponer, Basilio Vadillo, lo mandaron a Uruguay a los once días, con una comisión diplomática, y pusieron en su lugar a Crisóforo Ibáñez, un exsecretario de Calles.

Calles se autonombró incluso secretario de Guerra. Era tan evidente el control que tenía sobre el gobierno que, al pasar frente al Castillo de Chapultepec, la gente decía: “Aquí vive el presidente. El que manda vive enfrente”, en referencia a la casa que Calles ocupaba en Mariano Escobedo, en la colonia Anzures.

Sin margen de maniobra, atado de manos desde el primer día, ridiculizado por la feroz clase política, despreciado por el mismo Jefe Máximo y llevando a cuestas un apodo insultante (“El Nopalito”), Ortiz Rubio comprendió que había un tercer camino: lo tomó el 21 de septiembre de 1932, día en que presentó su renuncia.

Como se sabe, el Jefe Máximo no dejó de meter las narices en los asuntos de Estado hasta que el 10 de abril de 1936 lo sacaron en piyama de su casa, por órdenes de Lázaro Cárdenas, y lo invitaron amablemente a abordar un avión que se lo llevó a California. Ese mismo día se pidió la renuncia a todos los callistas que había en el gobierno.

¿Cárdenas u Ortiz Rubio? Ya veremos. Pero cómo sorprende a veces la actualidad del pasado.

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