Es un documento de trabajo de reciente publicación elaborado, como investigadores principales, por Manuel Pérez Aguirre y Roberto Roldán Vargas, bajo la coordinación académica del Dr. Sergio Aguayo, fundador del Seminario sobre Violencia y Paz del COLMEX, que aborda el análisis de un universo verificado de 32 homicidios de candidatos durante el proceso electoral 2021, cuyos hallazgos, buceando en aguas profundas, nos permiten avanzar consistentemente en la comprensión de la violencia electoral, al margen de especulaciones y opiniones a flor de labios.
Entre otros, la investigación concluye: que la violencia electoral no está focalizada en una zona geográfica del país; afecta a todos los partidos políticos; la violencia letal está dirigida más a candidatos que aspiran a las alcaldías, principalmente opositores a los gobiernos municipales. En 29 de los 32 homicidios se utilizó un arma de fuego para perpetrar la ejecución, los que nos habla de la intención expresa de privar de la vida y que fuera a la vista de todos, ya que la mayoría de los asesinatos se realizaron en espacios públicos. Además, solo en cuatro de los 32 casos analizados hubo amenaza previa, un dato importante que lleva a tomar medidas de seguridad desde el minuto uno en que se registra como candidato a un cargo de elección popular, sin necesidad de esperar a que lleguen las amenazas.
El hallazgo que considero más relevante es el que tiene que ver con las motivaciones de los homicidios: solo en 11 de los 32 homicidios las organizaciones criminales figuran como probables responsables; en los restantes casos están presentes motivaciones políticas o personales.
Este es un gran hallazgo ya que muchas veces se acepta sin cuestionar como explicación dominante, que los homicidios de candidatos están vinculados siempre a los intereses del crimen organizado. No se niega que sea una explicación verosímil que permite darle sentido a la violencia electoral. Nadie duda la creciente participación que tiene el narcotráfico y el crimen organizado: para operar en el contexto de los procesos electorales; para poner, intimidar o asesinar candidatos contrarios a sus intereses; ni los actos que realizan de coacción del voto, entre otros delitos electorales, lo que implica una nueva generación de criminales que ya no utiliza la corrupción sino busca la apropiación del aparato del Estado.
Pero también es una interpretación sesgada que no toma en cuenta los matices que exige la complejidad de la lucha por el poder y canaliza toda la responsabilidad de la violencia electoral hacia las organizaciones criminales e invisibiliza la participación que tienen los poderes fácticos y las élites locales, en la eliminación física de sus adversarios políticos aprovechándose de la narrativa dominante, es decir, de la participación del crimen organizado que aparece como chivo expiatorio.
El discurso dominante oculta también un contexto en donde se han vuelto muy tenues las líneas divisorias entre actores criminales, criminales disfrazados de Estado, políticos corruptos y poderes fácticos. Principalmente porque habrá casos donde predominen los poderes fácticos y otros en los que éstos actúen mediante acuerdos y/o alianzas clandestinas con grupos criminales para colaborar y beneficiarse mutuamente de actividades ilegales.
En este último escenario las organizaciones criminales, como profesionales de la violencia, suelen ser funcionales a los intereses de las élites políticas locales por su capacidad operativa en el ejercicio de la coerción e intimidación de la población, de manera que quién opera en las calles es el brazo armado del grupo criminal, pero quiénes lo financian, protegen a sus principales integrantes y toman desde un escritorio las decisiones de la ejecución de los candidatos opositores que no se alinean a sus intereses, son las élites políticas y los poderes fácticos.
Aparece la violencia electoral porque la interacción entre los diferentes actores dentro de un ecosistema criminal no es estable debido al constante surgimiento de otros grupos criminales o políticos que pretenden apoderarse de territorios, mercados criminales o actividades legales en oposición a los intereses de los grupos ya instalados; o bien, porque surgen fricciones al interior de las organizaciones criminales o de las oligarquías políticas derivado de que siempre hay alguien que cree que merece más poder, dinero o respeto: quién se mete a la política no debe olvidar nunca que es un mundo donde hay rencores y envidias y estas matan más rápido que la ambición por el poder o por el dinero.
En todo caso, se debe de aceptar que si la violencia se utiliza como un mecanismo para preservar o llegar al poder, implica un retroceso en el proceso de transición política y en el desarrollo de nuestra democracia, que sufrió para dejar atrás un sistema autoritario de partido único de Estado, logró la alternancia política y permitió realizar elecciones más competitivas; porque ahora en algunos puntos del país, los procesos electorales aparentan el ejercicio de una democracia, pero en realidad los resultados de las elecciones están siendo determinados anticipadamente por aquellos actores con mayor capacidad para ejercer la violencia en contra de candidatos opositores no alineados a sus intereses, quienes pasaron de solo perder las elecciones a arriesgarse a perder la vida y ahí se pierde toda competencia electoral.
La dinámica de la violencia electoral requiere renovar el andamiaje argumentativo para explicar los complejos fenómenos e interés que subyacen en la relación poderes fácticos/crimen organizado/criminales disfrazados de Estado, más allá de lugares comunes para considerar las complejas interacciones sociales que subyacen a la lucha por el poder y, al mismo tiempo, delimitar responsabilidades en los ámbitos federal, estatal y municipal.
En el marco del diseño de la Estrategias Nacional de Seguridad Pública del nuevo gobierno federal, lo expuesto me permite afirmar que la estrategia debe considerar acciones de contención, reacción, prevención, investigación y persecución del delito contextualizadas a los diferentes problemas de seguridad locales, estatales y regionales.
Pero, para poder desarticular a las organizaciones criminales que existen dentro y fuera del Estado, la estrategia debe priorizar la búsqueda de información de inteligencia en el ámbito político, en aquellos municipios donde hubo violencia electoral letal o en los que haya evidencia que operó el crimen organizado o los poderes fácticos para influir en las elecciones, que pueda materializarse en sólidas carpetas de investigación capaces de derrotar la presunción de inocencia y demuestren, más allá de toda duda razonable, la utilización del aparato del Estado para la comisión de delitos.
Si quienes utilizan la violencia letal en los procesos electorales saben que van a tener encima de ellos los aparatos de inteligencia del Estado para vigilar todos sus actos, un fiscal de hierro y un juez incorruptible que haga honor al legado que dejó Giovanni Falcone, puede ser que el día de mañana pierdan el incentivo por el poder político y se atenúe la violencia electoral que tanto daña nuestra democracia.