Hay quienes ven en los resultados de las elecciones del pasado 2 de junio un retorno al Gran Poder y el regreso a un régimen autoritario. Se les olvida que en el siglo pasado la concentración de poder en el presidente de la República permitió el control de la violencia y la criminalidad, lo cual es congruente con la premisa de Hannah Arendt de que el poder y la violencia se excluyen mutuamente, lo que explica el largo período de paz social que vivió nuestro país en esta etapa ya que, siguiendo a la filósofa alemana, a mayor concentración de poder mayor control sobre los actores políticos y sociales y, por tanto, menos violencia.

El Estado fuerte y centralizado que caracterizó al presidencialismo mexicano pudo imponer sus reglas al crimen organizado: no muertos en las calles, no drogas en las escuelas, entrega periódica de traficantes menores, entre otras, lo que permitió mantener niveles tolerables de delincuencia e inseguridad y lograr la estabilidad que requería el desarrollo social y económico del país.

A finales del siglo XX el agotamiento del sistema y su partido hegemónico consolida la democracia mexicana, pero cambia el equilibrio de poder entre las organizaciones criminales y el Estado, al fragmentar en feudos locales el poder político que tenía el titular del Ejecutivo Federal, diluye los controles e inclina la balanza de poder hacia el mundo criminal que impone sus propias reglas.

Hoy el poder con el que va a gobernar la presidenta de la República vuelve a inclinar el peso de la balanza del poder hacia el Estado, lo suficiente para pactar nuevas reglas con las organizaciones criminales. Estas nuevas reglas podrían ser: respeto a los territorios ajenos, principal causa de la violencia letal; control del territorio propio, para contener a las bandas criminales que obtienen recursos de extorsionar a la población, es decir, tolerancia cero a la extorsión; y, derrama económica en las comunidades. Se podría también pactar una tregua entre los principales grupos criminales en pugna, que tendría un impacto inmediato en la tasa de homicidios.

A cambio el Estado podría poner sobre la mesa beneficios judiciales (amnistía, preliberaciones, reducción de condenas, no extradición); otra opción pueden ser “incentivos” fiscales para aquellas organizaciones criminales que respeten y hagan respetar consistentemente en sus territorios las nuevas reglas, cuyas inmensas fortunas se mueven ya dentro de la economía legal, lo que nadie debe negar y que ha permitido que surja en México una nueva burguesía construida sobre la base de actividades ilícitas, por todos conocida, los nombres sobran.

La negociación, pactos y nuevas reglas con el crimen organizado no implica impunidad, olvidarse de las víctimas ni que el Estado claudique en su función de perseguir al delito. Comienza por reconocer a las organizaciones criminales como poderes fácticos, con poder real y de fuego, con los que hay que dialogar para llegar a pactos que mitiguen la violencia, y que no puede dársele un palo al avispero sin esperar una reacción violenta. En América Latina existen experiencias de pactos entre el Estado y el crimen organizado que han permitido disminuir la violencia criminal: la entrega pactada de Pablo Escobar en Colombia (1991); la legalización de las pandillas en Ecuador (2007); la tregua entre las pandillas MS-13 y del Barrio 18 en El Salvador (2012).

Los pactos no son negociaciones ilegítimas, deben entenderse como un proceso de justicia transicional orientado a privilegiar un bien público mayor: paz social, y dar un respiro a

muchas regiones del país, asfixiadas por la violencia y la extorsión, en tanto se crean las condiciones estructurales para reducir el poder de las organizaciones criminales; recuperar el control sobre los territorios con amplia presencia criminal; mejorar las capacidades de las agencias de inteligencia policial y ganar tiempo para generar los mecanismos para blindar al Sistema de Justicia Penal y fortalecer a sus operadores, no solo los jueces sino también a los policías, ministerios públicos, peritos y personal penitenciario.

A lo anterior habría que agregar la importancia de consolidar programas sociales que favorezcan el cambio de incentivos de un sector de la población, jóvenes mayoritariamente que, sin alternativas reales para materializar su proyecto de vida y con necesidades económicas son obligados por el sistema a involucrarse en actividades ilícitas, es decir, revertir las causas socioeconómicas que subyacen al fenómeno criminal.

En suma, el reto para la presidenta de la República como máxima representante del interés nacional y con el respaldo ciudadano que le dan casi 36 millones de votos es ir, poco a poco, generando las condiciones estructurales para lograr el mantenimiento sostenible de la paz social, basada en un consenso de reglas de convivencia civilizada.

Lo que es indudable es que el resultado histórico logrado en las elecciones del 2 de junio plantea una nueva correlación de fuerzas entre el Estado y el crimen organizado para abordar el tema de la inseguridad y la violencia desde la perspectiva del poder.

Miembro de Número de la Academia Mexicana de Criminología.

@hchincoyat

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