Existen delitos tan atroces que corresponden a una total negación de los fundamentos mismos de la civilización humana. Tenemos la idea de que estos delitos son cometidos por criminales malignos, de naturaleza perversa, con aspecto siniestro, mirada asesina, feroces, peligrosos, de sonrisa mefistofélica y espíritu luciferino. Un personaje proveniente del mundo de las sombras siniestras. Esta imagen estereotipada del criminal es una muestra de ingenuidad: los criminales capaces de escalofriantes episodios de maldad humana, en nada se distinguen del resto de la población.
En su intento de entender las raíces de la maldad humana, Philip Zimbardo (El efecto Lucifer. El porqué de la maldad. Paidós, 2015) expone cómo los procesos situacionales y los sistemas de poder, es decir, los contextos conductuales, tienen más peso al momento de explicar delitos atroces que cualquier cualidad interna de la persona (biológica, psicológica, genética o patológica). Aún más, sostiene que cualquier acto, aún el más atroz, lo podría llevar a cabo cualquiera de nosotros frente a las mismas fuerzas.
En 1963, Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, fue la primera en explicar cómo existen fuerzas que provocan que personas normales cometan actos abominables. En el análisis que realiza del juicio por crímenes de guerra de Adolf Eichmann, llega a su famosa conclusión: “Lo más grave, en el caso de Eichmann, era que hubo muchos hombres como él y que no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron terriblemente normales (…) esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente [...] comete sus delitos en circunstancias que le impiden saber que realiza actos de maldad (…) la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado (es) la terrible banalidad del mal.”
Por eso, como dice Zimbardo, el análisis no se debe centrar en las «manzanas podridas» que se encuentran en el cesto, sino en quiénes tienen el poder de crear el cesto para que una manzana se pudra. Cuando vemos actos atroces cometidos por integrantes del crimen organizado debemos entender que los perpetradores son hombres comunes y corrientes que actúan dentro de un sistema de autoridad criminal muy poderoso y eficiente, capaz de sancionar la desobediencia través de castigos inmediatos e implacables. Lo que explica la obediencia ciega a la autoridad criminal y como ningún integrante de una organización criminal sea capaz de pensar en desobedecer una orden dentro de su cadena de mando, ya no digamos si dicha orden proviene directamente de un capo nivel Dios.
Dentro de este sistema de autoridad criminal, hay que destacar la capacidad que tiene el crimen organizado de “resetear” el sistema de creencias y valores de las personas y provocar la pérdida de los controles cognitivos que normalmente guían la conducta moral de las personas: las limitaciones humanas habituales de la crueldad se diluyen; no hay un análisis de los propios actos en función de sus consecuencias ni sentido del mal; se pierde la sensación de culpa, remordimiento, arrepentimiento o vergüenza por sus actos. Tampoco hay infiernos morales ni sombras ni demonios que les impidan conciliar el sueño: los verdugos siguen su vida aterradoramente normal a pesar de haber llevado a cabo actos abominables. Es como si se produjera un corto circuito en el cerebro que le impide darse cuenta de la magnitud de sus actos.
La obediencia ciega a la autoridad y la pérdida de controles cognitivos, entre otros procesos psicológicos que analiza Zimbardo, hace posible que personas normales acaben realizando actos de gran crueldad: es el Efecto Lucifer.
Ante acontecimientos como los ocurridos en Lagos de Moreno no podemos ser solo observadores pasivos. La inacción manda el mensaje a los perpetradores que existen grupos en la sociedad que aprueban, aunque sólo sea por su silencio, estos actos atroces y los vuelve partícipes del mantenimiento y perpetuación de las condiciones que contribuyen a la reproducción de este tipo de actos. La expresión de Arendt «la banalidad del mal» seguirá resonando en muchas partes de nuestro país en tanto, como sociedad, no pongamos todos nuestro granito de arena para revertir la cultura de la violencia y desmantelar el aparato ideológico que sostiene a las organizaciones criminales.
Necesitamos también reflexionar y entender los procesos estructurales que sostienen estos actos, porque de otra manera no los vamos a poder detener. Entender los procesos que subyacen en las conductas de las personas que realizan actos atroces, no equivale a eximirlos de responsabilidad: los verdugos saben lo que están haciendo y tarde o temprano recibirán su castigo, porque como dice Dostoievski en palabras de Iván Karamazov: “Satanás tiene que existir simplemente para poder castigar por toda la eternidad a quienes realizan actos de maldad”.
Miembro de Número de la Academia Mexicana de Criminología