En contra de los malos presagios, la jornada electoral se llevó a cabo en relativa calma, con incidentes aislados y no particularmente graves. Ello no debe hacernos olvidar los altos niveles de violencia electoral durante las campañas, los cientos de renuncias de aspirantes a cargos de elección popular y los 38 candidatos asesinados (Ibero Puebla) que llevan a preguntarnos ¿Qué hay detrás de esa violencia?

Considero que en el proceso de transición de la generación de Joaquín “El Chapo” Guzmán a la de sus hijos “Los Chapitos” (Cártel del Pacífico); o el de Jesús Méndez Vargas a la de su hijo Jesús Méndez Velázquez (Familia Michoacana), las organizaciones criminales en México dieron un salto en su evolución y comprendieron que la clave para multiplicar las ganancias de sus actividades ilícitas era tener el control de su brazo político y que el aparato de Estado, no es ni enemigo ni aliado ni mucho menos patrón, es el instrumento principal que fortalece a su estructura criminal; y de establecer solo vínculos de corrupción, pasaron a reconfigurar a los gobiernos locales a favor de sus intereses criminales por medio de la conquista del poder político municipal.

A partir de este punto, se puede decir que las relaciones entre el poder político local y el crimen organizado se reinventan: ya no se trata de disponer de poder político para proteger actividades ilícitas; sino de proteger las actividades ilícitas para disponer de poder político que es un campo abonado para la expansión y fortalecimiento del crimen organizado.

Desde la academia se han desarrollado aproximaciones para explicar estos cambios: Estado fallido, narco-Estado, Estado ausente, Estado débil, reconfiguración cooptada de Estado, soberanía paralela al Estado, captura de Estado. Esta última parece la categoría más adecuada para explicar lo que pasa en México.

Se trata de un concepto que expresa el control desde adentro del aparato de Estado. Pero, sobre todo, significa que el crimen organizado es capaz de generar gobernanza criminal, es decir, un orden político paralelo, construidos sobre la base de un contrato social subterráneo que opera a partir de valores sobreentendidos entre crimen organizado y sociedad. Con “instituciones” alternas, que proveen seguridad y justicia pronta a la población; servicios públicos de diversa índole; sujeción a determinados patrones de comportamiento social necesarios para proteger a los líderes criminales y nuevas lógicas de ascenso social basadas en capacidades criminales.

La gobernanza criminal nunca se orienta al bien común. Es un orden político depredador, sustentado en el miedo como estrategia de control social informal, que deja a la población a merced de las organizaciones criminales, genera extorsión, despojo, apropiación de recursos públicos y naturales, desplazamiento forzado, deterioro general de las condiciones de vida, pobreza, reclutamiento forzado de hombres jóvenes al servicio del crimen organizado y secuestro de mujeres para ser utilizadas como esclavas sexuales, todo con la más absoluta impunidad.

La captura del Estado en los gobiernos locales no es resultado de un solo sexenio, viene de sexenios atrás, inicia con la desestructuración del Estado de la mano de las políticas neoliberales, continua con el abandono de comunidades marginadas por parte del Estado y se refuerza con funcionarios que traicionaron a su país aliándose con el crimen organizado. Pero eso poco interesa.

Debemos dejar de buscar chivos expiatorios y pensar en cómo liberar a los gobiernos municipales del control de las organizaciones criminales, es decir, como descapturar al Estado.  Para ello, lo primero que debemos entender es el daño que la gobernanza criminal provoca en una población gobernada por criminales disfrazados de Estado. La atención a los municipios, sobre todo aquellos colonizados por el crimen organizado, debe de ser una prioridad en la Estrategia Nacional de Seguridad Pública del nuevo gobierno Federal

Miembro de Número de la Academia Mexicana de Criminología

@hchincoyat

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