Como en días pasados el Supremo tuvo a bien acusarme, una vez más, de ser “clajita, rajita, fajita” (que es como se dice en macuspano “clasista, racista, fascista”), me asomé a su ritual mañanera. Es genial. A unos días apenas de colgar la Suprema Investidura, continúa repitiendo las cuatro o cinco ideas fijas que alguien logró meterle en la cabeza cuando era chiquito y que, claro, por ser fijas no son ideas.
Una cosa graciosa es no sólo la tenacidad, sino la creciente emoción con que lanza esas “ideas”. Auguran que la última mañanera va a ser fantástica: un jaripeo lleno de manotazos enfáticos, vociferación musoliniana, comezón obsesiva de testa, la boca que se autochupetea, el karatazo al podio patrio, la emotiva extracción de cerilla, el llanto de lord Molécula y el necesario etcétera.
El Supremo opta por explicar sus “ideas”, que más bien son emociones: la fortaleza moral que lo decora a él, la Grandeza de la Identidad Patria, que es reflejo de la suya, y su decisión de que todo lo que le es adverso deberá transitar hacia el conocido balneario “¡El Carajo!”
Otra idea fija es su convicción de que si en Estados Unidos hay 100 mil muertes por fentanilo es porque los 100 mil muertos fueron expulsados de sus hogares por sus familias. Esto le sirve al Supremo para señalar que en México no es así, porque la familia mexicana es la más amorosa y fraterna y buena del mundo.
¿Servirá de algo señalarle al Supremo que según estadísticas oficiales el 90% de los jóvenes gringos dejan voluntariamente la casa familiar cuando tienen 27 años? No. No servirá, porque la idea ha sido fijada y el cráneo macuspano es particularmente sólido. Tampoco servirá hacerle pensar que creer que la fraternidad es un atributo mexicano es, de hecho, una agresión a la idea misma de la fraternidad.
Otra idea que tiene es que nuestras culturas ancestrales son las mejores del mundo porque en ellas no había clajita, rajita, fajita ni siquiera contra los tlaxcaltecas. En ellas abundaban la fraternidad, el amor a la justicia y al prójimo, en la misma medida en que no existían la codicia ni el poder ni el dinero hasta que llegaron los abominables “europeos” que echaron todo a perder porque inventaron el pinche lucro.
Obviamente, ese idílico pasado “originario”, que el Supremo llama “el México profundo”, excluye al periodo novohispano desde su nombre, pues, como buen juarista, identifica al pasado novohispano con el conservadurismo. Su idea es que las etnias originarias son una fuente de gloria muy superior a la universalidad de pueblos, etnias y hablas de la Hispania fecunda.
Pero que sor Juana y Juan Ruiz de Alarcón, Sigüenza y Góngora y Fernando de Alva Ixtlixóchitl hayan escrito y pensado no vale, porque fueron novohispanos y no antihispanos, como era su deber. La independencia prefirió no crear un proyecto nacional sino un nacionalismo, ajeno a su propio pasado. ¿Debería extrañarnos que nacionalistas simplones como Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano —hoy héroes patrios— abominasen el periodo colonial y se burlasen de sor Juana y del culto indígena a la Virgen de Guadalupe?
El nacionalismo del Supremo no es menos simplón. Rilke decía que la única nación auténtica es la infancia (que no es lo mismo que obstinarse en ser infantil). El nacionalismo feroz e infantil del Supremo, como suele suceder, es una mezcla de odio a lo diferente y narcisismo. Más que entender a México, trató de esconderlo en sus “ideas”.
Continuará…