Desde 1970, cuando organizaba una “alianza popular” con Heberto Castillo, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca y Demetrio Vallejo, Octavio Paz insistía en que la “apertura democrática” a que había obligado el 68 incluyese la libertad y un sistema electoral moderno y confiable: “sin reformas democráticas, el sistema y el país entero se expondrá a graves trastornos”.

Luego de las elecciones en 1988 reiteró la importancia del árbitro y el aprendizaje electorales: “Sin duda hubo irregularidades, torpezas y errores. Es natural: aparte de la malsana persistencia de nuestro pasado en los hábitos del PRI y en el ánimo de sus opositores, hay que pensar que son las primeras elecciones de esta índole que se realizan en México. Ni el gobierno ni el PRI ni la oposición ni el pueblo mismo, nadie, tenía la experiencia necesaria. La democracia es una moral política pero también es un aprendizaje y una técnica.”

Consumar ese aprendizaje y quitarle al gobierno el control del árbitro era la puerta hacia la democracia. Lo esencial era “reformar el código electoral vigente de tal modo que asegure comicios intachables”, pues sólo así habrá “un código electoral que cuente con la aprobación de la inmensa mayoría de los mexicanos, incluidos los partidos de la oposición. Ésta podría ser la primera y gran prueba del México que amanece: si las Cámaras deciden que su tarea más urgente e importante es la elaboración de una nueva y más equitativa ley electoral, se habrá dado un fundamento inconmovible a nuestra joven democracia.”

Urgió después a los “partidos independientes” a conseguir una fuerza opositora capaz de “equilibrar el peso excesivo de nuestro presidencialismo” y divorciar el matrimonio entre el presidente y su partido, ese “hecho de facto que impide una democracia plena”, le dijo a Julio Scherer en 1993. Que el presidente elija a su sucesor “es un rasgo monárquico del sistema mexicano” que hace de su partido “el órgano político de la presidencia” y, peor aún, su instrumento electoral. Había que terminar con esa combinación de factores que hacen del presidente mexicano un “dictador constitucional por seis años”, mucho más tiempo que el que se daban incluso los dictadores de la Roma antigua...

Un año después insistió en acelerar “las reformas electorales” para “lograr que se realicen elecciones limpias ”, algo sólo posible con un “colegio electoral” independiente e imparcial. “La disyuntiva es clara: o logramos crear las condiciones políticas para instaurar de manera pacífica una auténtica democracia o regresaremos a una época de revueltas, desórdenes y la perpetua amenaza de una dictadura personal (Carranza, Obregón, Calles). Hay que evitar el regreso del pasado. Y la única manera es afirmar los valores democráticos y los métodos pacíficos”.

Argumentó que la capacidad para tener elecciones limpias debe estar en el centro de esas reformas electorales, pues “unos comicios manchados volverían ingobernable al país y abrirían la puerta al caos”. La gran responsabilidad histórica del partido en el poder (el PRI entonces, su hijastro, el MoReNa, ahora) es propiciar que “las elecciones tienen que ser límpidas: es el clamor nacional y desoírlo sería fatídico. Pero la responsabilidad de la oposición no es menor: si la victoria del adversario fuese legítima, tendrá que reconocerlo. Unos y otros, tirios y troyanos, deben abandonar para siempre el grito insensato: Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata, pues saber perder no es menos importante que saber ganar.”

Y en esas estamos.

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