La semana pasada reiteró El Supremo que “a más tardar en un año habrá atención médica y medicamentos gratis para todos los mexicanos”. Que lo esté diciendo desde 2018 no hace sino agregarle emoción a la cosa: prometer, eso sí que es gratis.
¿Qué es gratis? Nada, responde el desalmado Schettino. Yo alguna vez propuse que más allá del paternalismo y el delirio revolucionario, cuando el Estado convierte la gratuidad en derecho humano desata algo que suele acabar en colapso social, también gratuito, aunque costoso.
Salvo estado de insolvencia absoluta por previa tragedia, el apetito de gratuidad se mancha de avaricia e incluye un tanto de mendicidad. Me choca hasta la palabrita, que viene del latín gratia, que significa “favorcito” (que suele cobrarse). Fea palabra, sí, que apenas y rima con satiriasis. Los diccionarios la asocian con “arbitrario, infundado, de balde”, con ser “gorrón” o recibir favores “por su linda cara”.
Pero es una palabra que no se escucha con la oreja de la razón sino con el esfínter de la magia, como “dinero”. Decir “gratis” suscita una reacción visceral de voracidad y oportunismo, el famoso “agandalle” de tan mexicana prosapia. Lo gratuito colapsa en la gratuidad. Para muchos, cualquier cosa por encima del rango de la basura es apetecible. No dar nada a cambio convierte en oro lo que sea. El voraz de lo gratuito es el pepenador socialmente encomiable o políticamente útil; lo mismo quien vacía un camión de carga accidentado que quien se atraganta de aceitunas gratis en el súper y corre a su casa a exprimirse el aceite.
Claro, lo mejor de la vida es gratis, como berreaban los Beatles. El resplandor del cielo, la camaradería o el beso de una madre que valen sin costar (sobre todo si la madre es la de uno), pero todo lo demás disimula un costo eventual, subsidiario. Lo gratis esconde algo tan subrepticio que se disfraza de gratuidad. Vecino que era yo de un comité distrital del PRI, recuerdo hace años a un tipo que corría gritando: “¿Ontán regalando las pinchis Constituciones?” No valía la Constitución; valía que la regalasen, aunque fuera pinchi.
Cuando algo no vale ni cuesta y sin embargo lo apetecemos es porque ha desplazado su valor real al valor de la transacción: lo que vale es la ilusión de que lo gratis vale, no que valga por sí mismo. Extender la mano de ida para recibir algo que no cuesta, supone el gesto de vuelta: tirarlo por la misma razón. Lo que importa es el acogedor momento de la gratuidad, el traslado de lo imaginario a la realidad.
La gratuidad anula la conciencia de que lo que cuesta se gana, la causalidad que hay entre el esfuerzo y la recompensa. La suplanta por el mito del Estado repartidor de panes y peces sacados no de la mágica canasta de la fe, sino de la canasta sudorosa del trabajo popular.
Obviamente estoy de acuerdo en que haya servicios médicos “gratuitos”, pero no en que se les llame gratuitos a cambio de ganancia política, pues gratuitos no son. ¿Por qué un trabajador debe pagar impuestos reales para que un burgués rico tenga Internet gratuito? ¿Por qué un obrero debe pagar impuestos para que el hijo de su patrón estudie en la universidad pública cómo explotarlo mejor? Propiciar que quien puede pagar un servicio del Estado no lo pague es tan clasista que hasta Marx lo denunció...
En fin, que crece la lista de dones gratuitos que promete El Supremo, gratuitamente. Supongo que para 2023 dispondrá que sean gratuitos también los servicios funerales. Seguramente le encargaría su administración al Ejército o a la Marina y se llamarán: “Pompas Fúnebres del Bienestar”.
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