La semana pasada, en un estrepitoso desplegado, los parlamentarios en bola del MoReNa enunciaron que El Supremo “encarna a la Nación, a la Patria y al Pueblo” y que, por lo tanto, dado que ya son una y la misma cosa, quienes lo critiquen traicionan a la Nación y a la Patria y al Pueblo. Tal cual.

Es inevitable pensar que el aumento en el volumen y la estridencia de estas exaltaciones obedece a que La Suprema Encarnación es sensible a lisonjas tales; que las zalamerías que recibe cotidianamente de sus aduladores —gente que lo trata y lo conoce— evidencian que disfruta esos deleites. Nunca ha solicitado moderación en los halagos que le asestan ni censuró el endiosamiento que le enjaretaron sus parlamentarios.

Fue inevitable la respuesta de quienes ahora encarnan la traición. Ante el géiser de dialéctica epistémica de punta que chorreó de las boca y las plumas de sus diputados y senadores sicopompos, hubo quienes ya evocaron la proclama de Luis XIV “El Estado soy yo”, esa que en nuestra versión vernácula es “El Estado (y la Patria, y el Pueblo) soy Nosotros”.

A mí más bien me hizo recordar a Luis Napoleón Bonaparte, cuyos cortesanos enunciaron algo similar: “El Emperador no es un hombre: es un Pueblo”. Pero no sólo por eso. Aquel pequeño Napoleón (que tanto dañó a México) viajaba obsesivamente por Francia organizando plebiscitos a modo, cuyas decisiones tenían más poder que las del parlamento (una consulta popular le recomendó transformarse de presidente a emperador); proclamó la “democracia directa”; canceló cursos universitarios en La Sorbona; nulificó a sus ministros alegando que sólo él “lo sabía y lo entendía todo”; aborreció a “los intermediarios que estorban el contacto directo entre el pueblo y el poder“ y condenó a la prensa con el argumento de que, como nadie había votado por ella, era una “rival ilegítima del poder público” (cito a Jean-Claude Yon y al Pierre Rosanvallon de El Segundo Imperio).

Y como la soberanía del pueblo tenía que encarnar en una figura, el pequeño Napoleón III acabó siendo proclamado “Hombre-Pueblo”, que es lo mismo que acaban de hacer nuestros insignes parlamentarios dominantes.

No deja de ser curioso que esas ideas cesaristas que el pequeño Napoleón habría impuesto en México de haber triunfado su guerra de intervención (que autorizó un plebiscito popular), nos estén llegando con siglo y medio de retraso, y que lo hagan gracias a nuestro propio “Hombre-Pueblo”, ese que, paradójicamente, tanto admira a quien frustró aquella intervención, el gran Juárez. Pero nuestro “Hombre-Pueblo” mexicano le gana al franchute, pues el nuestro, además de al Pueblo, encarna al Estado y a la Patria..

Ya en serio, la adulación a El Supremo local alcanza niveles alarmantes. Es un concurso abierto de lisonjas que ya roza las que se asignan los tiranos tercermundistas como Mobutu, Perón o Gadaffi, tan dados a confeccionarse títulos disparatados, obras maestras de zalamería.

Debemos controlarnos, antes de empezarle a agregar, a la “Suprema Encarnación”, epítetos como Abrazador Excelso, Pedagogo Monarca, Jonronero Máximo, Aereotransportista Esclarecido, Ferrocarrilero Fascinante, Petrolero Insigne, Soberano de la Pausa, Sepulturero Faraónico, Perdición del Corrupto, Amenaza de España, Susto de Panamá, Pincel de los Moneros, Serenador de la Ansiedad Matutina, Insigne cuyas tonterías se Transforman en genialidad si se deja pasar el debido tiempo, Reconquistador de Texas, Paladín que en buena hora ciñó chipilín y, desde luego, Príncipe de la Humildad.

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