Me citan unos amigos a comer en un restaurante que se llama Prosecco . Se mira agradable desde afuera, pero apenas entro lo maldigo: es de esos cuyos dueños decidieron que sus clientes no acuden porque quieren comer y charlar, sino porque quieren escuchar su música abominable, esa del género CHUNda CHUNda. ¿La pondrán para marcar el ritmo de la masticación?, ¿creerán que es como un mélox auditivo que propicia la digestión?, ¿será para que los clientes se vayan cuanto antes y no regresen nunca? Misterio.
Hacer ruido y bombardear con él al vecinaje es requisito para ostentar la nacionalidad mexicana . Es la nuestra una república de bocinas, un paisaje de mofles trepidantes: microbuses tronitosos, cláxons histéricos, motociclistas que rajan su pedorrera por las calles nocturnas dejando una estela de niños berreantes, ancianos aterrados y obreros insomnes con tal de poner en el papel urbano el poder de su firma tarada; el cura de barrio cuya devoción personal a san Juanito se hace colectiva cuando canta aleluyas con kilos de pólvora a las dos de la mañana; el imbécil que impone al edificio los berridos del cantautor meloso que aúlla su amor traicionado; los comerciantes que atraen clientela a fuerza de CHUNda CHUNda y cuyo competidor hace lo propio, lo mismo que los vendedores ambulantes. Una invasión rusa a decibelazos contra la inerme población civil.
Rebanar los tímpanos del pueblo se hace con premeditación, alevosía y ventaja. Y sobre todo, con impunidad . En México, donde el límite oficial de ruido es 65 decibeles (un bebé que respira produce 1; una ambulancia, 140), no se puede hacer nada contra quienes lo rebasan porque, dicen las autoridades, no hay legislación al respecto. En los países civilizados, la contaminación auditiva se considera “problema serio”, pues tiene consecuencias que van de la isquemia, trastornos cognitivos (sobre todo en los niños) y alteración del sueño hasta irritación, fatiga, jaquecas, mareo, nauseas y mala digestión. Se achaca sólo al ruido en las carreteras el 3% de los ataques cardiacos: 2,800 muertes al año. Y eso sólo en Alemania, donde las leyes contra el ruido son estrictas. Regular el ruido en México va 50 atrás que en Europa y Estados Unidos.
Leí lo anterior en “El contaminante olvidado: ruido”, tesis de ingeniería que presentó en el Instituto Politécnico Salvador Alejandro Ruiz Cervantes. Debería publicarse en tiraje masivo gratuito para ilustración popular. Bien escrita e inteligente, la tesis revisa todas las leyes y normas contra el ruido que nos dieron patria y, claro, denuncia que no se aplican. Abre con una breve historia del ruido y del com bate contra él. Por ejemplo en Grecia, 600 años antes de Cristo, los artesanos que hacían ruido con martillos debían instalar sus talleres fuera de la ciudad. En México, claro, los pondrían en la cabecera de los ciudadanos. “El ruido disminuye la calidad de la vida ”, concluye el ingeniero Ruiz Cervantes. ¿Debería de extrañarnos que la auditiva sea la más alta discapacidad en México, después de la motriz?
El ruido nos persigue. El camión de la basura anuncia su llegada con una cumbia desenfrenada, con woofer. Frente a nuestras casas pasa una potente bocina ambulatoria desde la que una voz pueril insiste en comprar nuestros refrigeradores, colchones y etcétera. Es la nueva voz de la Patria. La grabación dura 20 segundos y se repite sin cesar. Como pasa en promedio cinco veces diarias y, como desde que suena a lo lejos hasta desvanecerse transcurren cuatro minutos, calculo escuchar ese pregón 60 veces diarias. Y hay que amarrarse al mástil para no salir a decirle a la sirenita que le vendemos un martillazo a su bocina…
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