A la década de los años 30 es a la que más ansía regresar El Supremo: la transformación en reversa hacia un México eternamente combativo y promisorio en el que los hombres fuertes imponían sus proyectos y delirios sobre la realidad sin despeinarse demasiado.
Una coincidencia obvia con los 30 es el ánimo de “transformar” a la patria por medio de la educación, de la elemental a la universitaria, algo que se discute en estos días a la sombra de los peculiares libros de texto gratuito del bienestar que ha diseñado el ideólogo Marx Arriaga, adalid de la Secretaría de Educación Pública.
No es poco lo que tienen en común nuestro actual Supremo y su joven Marx con aquellos transformadores previos, sobre todo con Narciso Bassols y Vicente Lombardo Toledano, dos ideólogos de los 30 que abrieron el camino para transformar a las escuelas en semilleros de indoctrinación política.
Como a sus predecesores, al Supremo en funciones no le interesan mayor cosa ni la educación ni la ciencia como actos de libertad, y menos aún la clase media, que sí suele interesarse. Él Supremo y su joven Marx simpatizarían con Lombardo, quien en 1933 declaró que “el régimen de transformación” (tal cual) obligaba a los científicos a propiciar “la substitución del régimen capitalista por un sistema que socialice los instrumentos y medios de la producción económica”, y no a poner su ciencia al servicio de intereses reaccionarios. También con la idea de que la única ciencia meritoria es la que “mejore las condiciones económicas y culturales de las masas hasta la consecución de un régimen apoyado en la justicia social”. Y también con Lombardo cuando sentencia que la UNAM está en manos de reaccionarios que “se creen espíritus libres” aunque en realidad son “terriblemente conservadores, retardatarios, inertes”. (Los insultos en serie también han de gustarles.)
Y vaya que simpatiza con Bassols que, como titular de la SEP en 1933, dispuso que la educación “deberá basarse en las orientaciones y postulados de la doctrina socialista que la Revolución Mexicana sustenta” (¡al niñito socialista que lo pongan en la lista!). La escuela, decía, debe servir para alcanzar “una sociedad humana justa”, por lo que ya desde la primaria deben ayudar a “rectificar la injusta diferenciación entre explotadores y explotados”.
En una serie de ensayos que resultaron premonitorios, Jorge Cuesta analizó el dilema: la SEP quiere “apoderarse de la conciencia política por medio de la escuela”, argumentó. Quiere comprometer “a la escuela en la adopción oficial de una fe político-religiosa, la comunista”. La SEP y su titular, en suma, “se adhieren a la idea de que la finalidad de la escuela no está en que sea escuela, sino en que sirva para lograr la transformación política del país, es decir, que la escuela sea un partido político”. Tal cual. Lo mismo que, 90 años más tarde, quieren hacer el Supremo y su joven Marx cuando ordenan que “para el magisterio es tiempo de tomar parte en la transformación” (y, junto al magisterio, sus 25 millones de alumnos).
La “educación socialista” fue expulsada de la Constitución en 1946. Durante unos años sólo sirvió, sigue Cuesta, para hacer de la pedagogía un instrumento de oposición al Estado y para meter a una Constitución liberal la ideología marxista, contradictoria con la libertad que esa misma Constitución proclama. Fue un delirio que sólo sirvió para fortalecer el autoritarismo y para restaurar en México, dice Cuesta, “un nuevo porfirismo del espíritu, perfectamente reaccionario”.
Y ahí vamos de nuevo…