La semana pasada sucedieron dos cosas peculiares en la ya larga vida de mi vida breve, que procedo a relatar. Como a mis 73 años ya me encuentro en la flor de la senectud, el cuerpo saboteador se empecina en jugarme las más variadas triquiñuelas. La de la semana pasada fue un achaque con nombre de filósofo olvidado, ectropión, avería que consiste en que un párpado colapsa y deja al ojo sin varios de sus derechos humanos.

¿De dónde se le ocurre al anodino párpado, uno de los muchos proletarios de la anatomía, armarme a estas alturas una huelga pendenciera? Y bueno, precisamente por andar a estas alturas y, lo confieso, por haber abusado de mis ojos obligándolos a mirar sin descanso, pues además hospedan cataratas, cuyas nieblas ya le agregan estruendo a todo lo mirado. Lo único bueno es poder decirle a mi amada el verso de Neruda, “mis ojos se han gastado en tu hermosura, pero tú eres mis ojos”, que puede ser variante de “mis ojos sin tus ojos no son ojos”, un poema de Miguel Hernández que, de muchacho, se dice por amor a los ojos de ella y que, de viejo, ¿qué se le va a hacer? ya incluye reclutamiento de lazarilla...

A ectropión, que deberá callar con cirugía, hay que agregar la larga lista de la decrepitud: la guerra y la paz con la glucosa, la rebelión en la granja de la próstata, el por quién lloran las campanas de la presión arterial, el con novedad en el frente de las tripas y la guerra del fin del mundo de los huesos percutivos. Sí, cuando en las febriles redes se me acusa de decrépito celebro que los hostiles conozcan sus etimologías, pues es cierto: los esqueletos crujen y no siempre en parejas, como deseó el zacatecano.

No debe uno quejarse de ser insultado por viejo, pues viene de gente asustada y sin excesiva inteligencia. Agredir a un viejo por serlo, tendría sentido sólo viniendo de quien no envejece: un verdadero edadista (es decir, un racista por cronología) debería suicidarse luego del insulto, pues cada segundo lo merece más para sí mismo. El grado de crispación que hay en la Patria es tal que hasta para la senectud hay estamentos, y se puede ser “viejillo anciano senil” si se es gente, pero “anciano venerable” si se es pueblo y hasta “cabecita de algodón” si se es Supremo.

Pero, bueno, la cosa es que estaba discutiendo las cosas con ectropión cuando recibí, por primera vez, una orden del Conacyt con hache para realizar el trámite que se llama “prueba de vida”. Como su nombre lo indica, consiste en que el miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) debe apersonarse por medio de un zoom para que la autoridad constate que no está difunto o, peor aún, que goza de cabal salud (porque el viejo sospecha que lo querrían finado pues prefieren a un joven construyendo el futuro para meterse a él, que a un viejo para tratar de escabullirse).

En fin, que di “prueba de vida” y confieso que el primer sorprendido fui yo. Además fue un trámite muy ágil para esa dependencia lenta, con una amable señorita María Dolores que, supongo, no ha disfrutar mucho ese oficio de comprobar viejitos que hace de ella, inevitablemente, una parca circunstancial.

Al despedirse, la señorita María Dolores me advirtió que desde ahora habrá de verme año con año y así, hasta que cambie yo de costumbres. Me parece bien. Mientras tanto, “venciendo del tiempo los rigores” como dice Sor Juana, en cada día que vivo hay un instante durante el cual nadie en el mundo es más viejo que yo, pero también otro en el que nadie es más joven...

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