Celebro el paréntesis en mi tierra, junto a mi esposa, mi madre, mis hijos, mi nieto y mis hermanas, feliz de estar en la “cadena estremecida” de los seres que se han unido con mi vida. Entre los buscapiés y el griterío, busco un centro devocional. Es en vano. No lo tengo más. Se acabó. El hueco que deja la fe se llena de rituales que nacieron degradados. Estoy harto de peces en el río y de la convicción de que los milagros se miden en decibeles.
Me refugio en la música y en un libro, las Cosillas para el nacimiento, de Carlos Pellicer, buen poeta. Viene ese libro con un agregado feliz, la introducción que le hizo Gabriel Zaid, poeta de estas tierras abrumadoras donde me hallo. Recomiendo leerlos, los poemas y ese escrito que Gabriel recogió en su libro Tres poetas católicos, muy reeditado.
Narra Zaid esa historia cordial, pues lo es: cosa del corazón. Pellicer ponía un nacimiento cada año en su casa de Las Lomas y, cada año, escribía un poema para celebrar el milagro renovado de un niño que nace y, de su mano, el mundo. El ensayo repasa la celebración navideña en todos sus aspectos, una especie de Padre Coloma actual: la misa de Gallo, las posadas y pastorelas y, al final, el ritual de poner el nacimiento para que, la noche del 24, tenga el niño dónde despertar, bajo el amor de sus padres y el aliento termostático de un burro y una vaca.
Piensa Gabriel que a eso le agregó Pellicer “la experiencia del amanecer”. Está bien visto. Que amanezca el 25 es un triunfo del combate teofánico entre la luz y la tiniebla, ese que todas las religiones y cultos codifican: el niño que nace renueva el tiempo, el mundo; es Jesús y, en él, todos los niños y niñas. Nace “como sol, luz del mundo, nuevo adán, renovador de la Creación”.
El nacimiento derrotó a la resurrección para convertirse en la “fiesta más popular del cristianismo”, explica Gabriel. Me parece bien: no hay más vida eterna que la vida diaria. Y explica que el ritual del nacimiento prevalece por la veneración que le tuvo San Francisco de Asís, quien tuvo la idea de representar al nacimiento con todo y sus semovientes primordiales.
Franciscanófilo él mismo, Pellicer ponía sus preciosos nacimientos y escribía los versos anuales y abría su casa a los devotos y curiosos. Fui uno de ellos. Y cuando se agotaba el asombro y volvía el silencio, Pellicer ponía la música y la grabación con sus “cosillas”. Eran “palabras conmovedoramente fraternales, que no rehuyen la inocencia, ni el balbuceo. Palabras franciscanas de comunión con todos en una neturaleza abierta al más allá misterioso...”
Pensaba Pellicer que “la única realidad importante en la historia del planeta” era el nacimiento de Jesús. Todo lo demás le parecía “accesorio, secundario y anecdótico”.
No concuerdo, pero con tristeza: habría sido formidable tener la suficiente fe para pensarlo...
Son preciosas las “cosillas”, muchas en la hechura de los villancicos populares que después ascendieron a gran arte con Lope y Góngora, José de Sigüenza y León Marchante y, claro, sor Juana, madre de ese sólo niño. Este año me encantó la cosilla de 1953. ¡Qué luminosa es! Mientras llega el niño, él canta: “¡Qué más riqueza quiero/ que ver el cielo!” Y al final el (para mí) nacimiento superior, nacer a la mirada de ella, la Mujer, divinidad nuestra de cada día, en quien creeré para siempre:
¡Ay qué noche! Parece
que ya es de día.
Y es que nos está mirando
la Virgen María.
18 de diciembre de 2022.
Suscríbete aquí para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión, y muchas opciones más.