“Fue otro día negro”, escuché decir en el restaurante a unos que miraban no sé qué prueba olímpica. Día negro es de suyo contundente; agregarle eso del “otro” agrega una carga de un estoicismo casi doméstico. Es como recibir a una visita en un hospital, señalar sonriendo hacia el propio cuerpo y decir “¡Otra amputación!” En fin, que la frase refleja que hasta las catástrofes se convierten en hábito.

El cierre de los juegos olímpicos suele ser un día fatídico para el patrio deporte. Las corredoras de fondo hacen el “uno dos tres” (pero en los lugares del 75 al 77); los ciclistas patrios fallan “a la hora de la hora”, y la levantadora de pesos cae bajo su propio peso. En todos estos casos, los directivos y federativos de las respectivas especialidades habían prometido sorpresas (que resultaron ser las sorpresas de costumbre). Los deportistas derrotados saldrán en la tele anunciando leche, tarjetas de crédito o compañías de seguros. En los anuncios, claro, sí ganaban.

El deporte y los deportistas, en general, son irritantes. Por el mero hecho de ser deportistas reconcentran comportamientos que no toleraríamos en otros: invariablemente traen prisa, nunca ceden su sitio a otros, dan empujones sin pedir perdón, sudan a mares con cualquier excusa, gritan y vociferan, avientan al aire objetos punzocortantes, y golpean gente o la tiran al suelo. Y además hacen rictus patéticos o dramáticos para llegar a una meta, desplomarse o elevarse. Y todo esto con el único propósito de derrotar a un centímetro, o a un kilo o a un segundo que ni siquiera se van a dar por enterados.

Habría que descolonizar el deporte. Substituir deportes europeos “clajitas, rajitas y fajitas” (como dice El Supremo) por unos emanados de nuestras culturas milenarias y, de pasada, más acordes a nuestra idiosincrasia (como la carrera de un metro plano, la gimnasia imaginaria o el salto de bajura). Quizás el error provenga desde la aceptación de que las olimpiadas se llamen así. Si en lugar del monte Olimpo, Zeus y los demás dioses hubieran escogido al Popocatépetl, habría popocatepetelipiadas y todo sería más parejo. ¿Por qué no es deporte olímpico la volandería de Papantla? ¿Ah, verdad?

Habría que incorporar a los estatutos que luego de una competencia internacional cualquiera, los funcionarios a cargo de deportes que fracasen y cuyo financiamiento brote de las arcas públicas, deberán ellos mismos de ejecutar el deporte que nos puso en ridículo, frente al pueblo que los financió. Jugar en el Azteca 90 minutos, unos contra otros, en shorts; los de la gimnasia deberán bailar con la bolita y colgarse de los altos anillos; los del box deberán tundirse con todo y así sucesivamente, etc. Como es obvio, después de la competencia declararán que ya no desean más fogueo, ni nacional ni internacional. La perspectiva de sufrir ese castigo deberá en teoría obligarlos a tener más cuidado en lo sucesivo, y todos ganaremos con la medida (y si no ganamos, por lo menos dejaremos de perder).

Lo más cómodo y funcional sería crear unos Juegos del Bienestar de la 4T. Invitar a los amigos venezolanos, reducir las competencias al beisbol y otros deportes autóctonos. Y claro, los ganadores serán sólo los que consigan empatar.

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