El regreso de las famosas olimpiadas me lleva a recordar algo que escribí hace años contra ese desfile de adonis sudorosos y de venus estatuarias; la gritería de las multitudes, el cortejo de los paladines, el “medallero” como medida de las patrias y los delirios de su gloria. Qué pereza. Un solo deporte me interesa, la halterofilia; el arte de levantar pesas que acometen esos búlgaros como toritos bípedos, antes de ser aplastados por 300 kilos de fantasía.

Una cosa divertida es la factura de excusas para describir las garbosas derrotas nacionales. Es que extraña su casa. Es que se enfermó de su barriguita. En general, el deporte a la mexicana es una laboriosa forma del nihilismo. Esto se debe en parte a que la burocracia aplasta con politiquería cualquier amago de superación y cada cuatro años rompe el récord mundial en la competencia de hacer el ridículo.

Pero nuestra mediocridad deportiva obedece a factores de mayor calado: sabemos en qué consiste competir, pero la idea de triunfar nos parece irrelevante. ¿Se tratará de nuestra veneración a la igualdad? Desde niños preferimos el fracaso subvencionado a la idea de triunfar, que tiene algo de ofensivo y aspiracionista, un ánimo pedante de sentirse la gran cosa.

Los países desarrollados encierran el dizque espíritu deportivo en gimnasios esterilizados llenos de ingenieros en bíceps y gente aerodinámica. Nosotros, en cambio, aún consideramos al deporte como un ejercicio de sobrevivencia. ¿Qué chiste tiene correr 100 metros en 10 segundos? El chiste es llegar a la banqueta de enfrente sin fractura grave o impacto de bala. A los mexicanos no nos gusta jugar: nos gusta “jugárnosla”, que no es lo mismo. Para nosotros lo importante no es ganar, pero tampoco competir; lo interesante es perder: esa emoción a la que adjudicamos virtudes curativas. Para nosotros, lo que otros llaman “perder” es algo que va mucho más allá del cronómetro o del tablero: es una arrogancia de la psique, una grandeza de la ideosincracia. Perder exige menos esfuerzo y aporta una satisfacción mayor: la de caer en el mullido regazo de la amargura y esperar que alguien nos “apoye”. La cosa es llegar pronto a la verdadera meta: a la conmiseración, a la piedad y —sobre todo— a la esperanza (infundada, pero promisoria). No la de ganar en el futuro, si se hace un “mayor esfuerzo”, sino la de volver a perder, pero con renovado ahínco.

Otra cosa es que eso de “más rápido, más alto, más fuerte” no es para nosotros. Si lo cambiaran por “más despacito, más abajito, más blandito” quizás nos interesaría. Por ejemplo: un deporte que consistiera en ver quién se cae más pronto al suelo. A fin de cuentas somos parciales descendientes del impar Cuauhtémoc, quien, como su nombre lo indica, es un águila que logró desplomarse. Moles. Medalla de oro.

En alguna ocasión teoricé que no es que los mexicanos estemos intrínsecamente inhabilitados para la moderna práctica de los deportes; son los deportes los que se obstinan en apartarse de nuestras raras habilidades. Si perseguir al presidente gritándole “¡Sunonor!” fuera deporte, escribiríamos páginas gloriosas. Por otro lado, nuestro pasado nos condena: la pelota mesoamericana de cemento tolteca ¿es uso y costumbre o es excusa?, ¿puede romper un récord quien creció cantando “Viva mi desgracia”?, ¿qué relación puede haber entre aventar un martillo y el refrán “El que nada debe, nada teme”? Y el presente, no se diga: ¿para qué competir si el árbitro está vendido?


En fin, que como dijo el clásico: a nosotros los mexicanos lo que nos gusta es cantar derrota…

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