La semana pasada se cumplieron 25 años de la muerte de Octavio Paz y varios lectores suyos nos reunimos para recordarlo. Me pregunté si habré sido realmente su amigo luego de leer sus escritos sobre su idea de la amistad, don esencial.

Estuve cerca de él desde muchacho y sobre todo al final, cuando fungí como una suerte de secretario, pero sin graduarme al rango que cumpliera con sus rigurosas exigencias: “Un amigo es la alegría, la lealtad, la rectitud, la claridad en el juicio, la benevolencia, la sonrisa y la risa, la camaradería... alguien que sabe decirle Sí a la vida aún en los momentos peores”, como escribió alguna vez de uno que sí lo fue, Kostas Papaioannou. “Un amigo es quien nos revela, y se revela a sí mismo, como en un mágico espejo, una parte de nuestra intimidad, de nuestro ser: la más oculta, mínima y escondida: quizás la más poderosa”.

Tuvo mentores como Jorge Cuesta y Alfonso Reyes; mentores que además eran amigos, como Villaurrutia y José Gorostiza, y mentores que además de amigos eran guías, como Luis Cernuda. De muchacho fue buen camarada de sus amigos en la preparatoria de San Ildefonso, el atamán José Bosch, Efraín Huerta o José Revueltas. Las pulsiones de su amistad solían tener en el centro una empresa cultural, como el grupo de teatro Poesía en Voz Alta, o las revistas, desde la juvenil Barandal a El Hijo Pródigo y luego, claro está, a Plural y Vuelta, alrededor de las cuales formó un grupo de grandes escritores amigos, y en las que mi generación velaba armas.

Pero nosotros éramos más bien aprendices. Era feliz discutiendo, tutoreándonos en la responsabilidad de leer, pensar y razonar en serio. “¿No le parece?”, preguntaba siempre después de un argumento. Su muletilla preferida era también una exigencia de independencia intelectual, su manera de fortalecer, dice, la “analogía cósmica de la amistad: todos somos pequeños planetas que orbitamos alrededor de soles elegidos, o somos soles para otros.”

Pensaba que “la amistad es la otra gran experiencia humana, no menos esencial que la del amor”. Si “la amistad nace de la comunidad y de la coincidencia en las ideas, en los sentimientos o en los intereses, la simpatía es el resultado de esta afinidad; el trato refina y transforma a la simpatía en amistad”. La diferencia es que “el amor nace de un flechazo; la amistad, del intercambio frecuente y prolongado; el amor es instantáneo, la amistad requiere tiempo.” Ambos, amor y amistad, “son rupturas del solipsismo”, es decir, de la idea de que el yo individual norma la realidad.

Como dice su poesía una y otra vez “no soy, no hay yo, siempre somos nosotros...”

“La amistad perfecta” está por encima del interés y la utilidad; es privilegio de “gente de bien que se desea igualmente el bien”, pues desear el bien de otro “es desearlo para uno mismo: es la amistad perdurable, uno de los bienes más altos a que podemos aspirar”, escribió poco antes de morir. Una muerte larga y dolorosa...

Al final de su vida, luego de trabajar y dictarme cartas, antes de cerrar la jornada me pedía que le leyera poemas preferidos. Escuchaba mirando hacia arriba, sobreponiéndose al dolor, estoico viejo guerrero. La última noche que lo vi quizás pasé de amigo útil a amigo perdurable, pues al despedirse me dijo: “Qué bueno que está usted aquí”.

Es lo que nos dice a todos, a “los otros todos que nosotros somos”, cuando lo leemos. Es también lo que le contestamos sus lectores: qué bueno, Octavio, que bueno que está usted aquí.