Se aprecia, en el discurso del Primer y Único Mandatario, una aceleración frenética de su amor a México. Cada día es más reiterativa su convicción de que no ha ocurrido nada, nunca, ni en el universo ni en la historia de la humanidad giratoria, tan glorioso como la nación mexicana.
En los últimos días —el gesto adusto, el ceño decidido, la voz gallarda, el ojo incisivo, la ceja altiva— ha dicho que: “Es mucha la cultura del pueblo de México. Es extraordinario. Es mucha pieza. Es un pueblo bueno y trabajador. Es indudable la grandeza de México. Es el pueblo más honesto del mundo.
La cultura del pueblo de México es la honestidad. Su cultura es inabarcable. Es heredero de culturas milenarias. Es un pueblo consciente. Es un pueblo bueno: hay que reconocerlo y exaltarlo. No es un pueblo irresponsable, indolente. Hay que pensar en la fortaleza y en la grandeza del pueblo de México, en las hazañas que ha realizado.” Y además, “no hay un país que hable mal de México o del gobierno de México”, somos ejemplo para el mundo, todos nos admiran.
Y un prolongado etcétera.
No hay mucha evidencia de estos datos en la literatura científica, pues al parecer pertenecen a la categoría de “Otros Datos”, un banco de información privilegiada y secreta al que sólo tiene acceso el Superior Investido, cuyos análisis coteja con la enorme experiencia en materia de análisis y evaluaciones de factores que cosecha de primera mano, cuando recorre la Patria y observa la Nacional Grandeza en todas sus manifestaciones visibles e invisibles.
Este nivel de altísima eficiencia ética, étnica, épica y epopéyica se debe no sólo a la consubstancial grandeza inigualable que nos viene a los mexicanos como anillo al dedo, anexada al acta de nacimiento, sino también a que México tiene una peculiaridad que en un puntual análisis descubrió el Supremo, a saber, que “la familia moderna, la institución social más importante del país. Es una peculiaridad de México. No es un asunto mundial, no se da en todos los países.”
En efecto, hay cierta posibilidad de que en todos los países —por ejemplo, Hungría—, haya familias, pero también alguna certidumbre de que no todas son mexicanas. Y hay evidencia de que, aún si en Hungría hay familias, no todas son “institución”; y si lo son, no necesariamente son “institución social”, y de serlo no siempre son “importantes”, y aún de ser importantes, por el simple hecho de no ser familias mexicanas, sino familias húngaras, carecen de la peculiaridad mexicana, las pobres.
He ahí una confirmación empírica de nuestra grandeza.
Claro, hay gente terca que, como siempre, va a salir con que tiene otros datos: los elevados índices de violencia cotidiana contra las mujeres y los niños, los niveles de alcoholismo, las mediciones de criminalidad, el alto sitio que ocupan en el medallero olímpico mundial los cárteles mexicanos, los indicadores sobre corrupción endémica en todos los campos, las evaluaciones sobre nuestro inferior desempeño escolar y un agotador etcétera de cataclismos.
Pero toda esa información (aunque de suyo dudosa) ha sido ahora sumariamente enviada al pasado pues, como es de todos sabido, era culpa del individualismo nefasto instaurado por el neoliberalismo que engendraba mexicanos de endeble calidad moral, y como ya ha sido derrotado la consecuencia es que se restauró la grandeza del pueblo y resurgió la Nación Mexicana, más hazañosa que jamás.
Estamos pues, gracias a la conducción del Jefe Supremo, entrados de lleno a una nueva etapa: nuestra peculiaridad cultural, cargada de dones inumerables, ha creado una nueva organicidad patria, una nueva identidad nacional, esa que Burke identificaba con la sociedad, Hegel con el Estado y Rousseau con el pueblo.
Pero a diferencia de esos extranjeros, en la nueva Grandeza Mexicana, sociedad, Estado y pueblo están unidos peculiarmente, como nunca antes había ocurrido en lugar alguno, con armonía impar, bajo la guía de nuestro nuestro Líder y su gobierno Transformacional. Si grita tres veces “¡Viva México!” no es por inseguro, no: es un viva para cada una de esas tres potencias trigarantes: sociedad, Estado y pueblo...
Claro, hay necios para quienes la nacionalidad es “un accidente irracional” y el nacionalismo apenas una gestualidad ideológica hecha de inseguridad, xenofobia, una vanidad inflamada por la susceptibilidad y un narcisismo pataleante.
Lo de siempre: malos mexicanos.