Quise y quiero a Álvaro Mutis desde hace mucho tiempo. Tenía dieciséis años cuando leí Los elementos del desastre y la Reseña de los hospitales de ultramar. Yo, que me balanceaba con Rubén Darío y López Velarde (y apenas conocía la o por lo redondo), sentí que las trepidantes imágenes y las peculiares temperaturas de esos libros me abrían la puerta hacia una intensidad poética nueva. Los versos que marqué en sus márgenes me acompañan aún y renuevan en mí la convicción de que

El metal blando y certero que equilibra los pechos de incógnitas mujeres es el poema

El amargo nudo que ahoga a los ladrones de ganado cuando se acerca el alba es el poema

El tibio y dulce hedor que inaugura los muertos es el poema

La duda entre las palabras vulgares, para decir pasiones inombrables y esconder

La vergüenza es el poema…

Diez años más tarde fui a buscar a Álvaro con la reverencia solemne de un discípulo. Aceptó que le hiciera una entrevista, “La vida, la vida verdaderamente vivida”, que publicó la Revista de la Universidad, donde hacía mis pininos. Fue muy paciente y me trató de viejo, alto título nobiliario suyo. También fue generoso, pues me dio un precioso inédito, “Lied del tiempo”, para completarla. A partir de entonces, me acompaña su escritura de tormenta acongojada, sobre la que mucho he escrito. Y a partir de entonces –en tantas, deliciosas tardeadas con Carmen Miracle, Ida Vitale y Enrique Fierro— tuve la bendición de su amistad eléctrica.

La primera pregunta que le hice en aquella ocasión fue “¿Podríamos empezar desde el principio?” Y así lo hizo: narró su origen familiar, habló de sus escuelas y lecturas, de los antepasados, de la infancia dividida entre Bruselas y la familiar finca cafetera; contó que “fui un lector de una voracidad aterradora, viejo, enfermiza” que pasó de Verne y Salgari al descubrimiento de la poesía moderna, de Neruda a Saint-John Perse y los surrealistas; de su lealtad a Eduardo Carranza y Aurelio Arturo, a quienes yo desconocía. Y así hasta que cerró la evocación diciendo: “Esos son más o menos los orígenes de aquí Maqroll el Gaviero, viejo”.

Su fervor de lector, como todo en él, era tajante y perentorio. Cierta estrofa de Neruda es “de lo mejor que he leído en cualquier idioma”; Los endemoniados de Dostoievski es el escrito “más revolucionario en el sentido estricto de la palabra”; Conrad es el patriarca “de la dolorida familia de los lúcidos”. Hablaba sólo de lo que lo seducía a fondo en charlas apasionadas, esa causerie que, según los conceptuosos teóricos, no era crítica “racional” sino un irresponsable discurso burgués incapaz de escribir términos como “intradiegético”, caros a los adversarios del placer de la lectura que, a fuerza de desdeñar la charla inteligente, acabaron en la charlatanería.

Sí, Álvaro charlaba, pero charlaba con la rara lucidez de los escritores que viven la verdadera vida, sin la anemia de quienes viven para escribir verdades. Con el entusiasmo de explicarse a sí mismo sus deleites de lector, publicó circunstancialmente varios ensayos literarios riquísimos, como los dedicados a Conrad, a Valéry Larbaud y a Drieu La Rochelle. Son memorables, y no sólo por la inteligencia de sus observaciones, sino también porque agregan un contrapunto fascinante a su propio trabajo poético y a la laboriosa confección de Maqroll el Gaviero, a mi parecer uno de los personajes más complejos y completos de nuestra literatura. Como dijo en aquella entrevista al evocar su escrito sobre Conrad: “ese ensayo cifra la esencia de todas mis lecturas, de mi situación y de mi posición ante todas las cosas.”

La colección de comentarios —preámbulos, marginalia, mensajes— que reúne este libro hospitalario y ultramarino, totalmente frescos y nutritivos, le suma cifras a esa cifra y afirma esa posición de Álvaro: la escritura y la charla unidas en un solo pasaporte hacia lo esencial: uno mismo.

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