Hace poco vi un accidente atroz en la esquina, protagonizado por unos motociclistas heróicos. Su desmadre ameritó ambulancia y, según el tendero, consecuente Gayosso. Recordé que hace años escribí sobre los accidentes de tráfico en México y sus cifras, irrelevantes en un país que adora a la “Santa Muerte” y entona la canción “No vale nada la vida” como himno nacional alternativo. Permítaseme recordarlo en mi convalecencia...

Según las estadísticas del Instituto Nacional de Salud Pública (INSP), México ocupa el séptimo lugar en defunciones por siniestros viales en el mundo. Rara cifra que el Líder Patrio no ha exaltado en su mañanera. 17 mil muertos al año. Sólo en 2021 hubo 340 mil 415 accidentes viales en México, que dejaron 4 mil 400 muertos en el sitio del accidente, entre los que se cuentan 22 jóvenes de entre los 15 y 29 años. Son cifras que engordan la primera causa estadística de muerte.

De acuerdo con ese mismo INSP, los accidentes de tráfico fueron la quinta causa de muerte en el país y la primera por razones no médicas. Sería interesante saber qué porcentaje de las cifras de los muertos corresponde a los verdugos que matan con sus autos y motos, y cuál a las víctimas inermes. Y también saber cuántos de los verdugos que no se murieron están presos y cuántos en libertad (buscando nuevas víctimas). El número de heridos y baldados vitalicios es, desde luego, descomunal.

Los muertos por accidentes en México son demasiados muertos. Y sin embargo, nadie ha creado una Fiscalía Especial ni hay un Frente Nacional de Apachurrados ni hay movimiento reivindicador ni manifestaciones multitudinarias al Zócalo ni se considera un problema federal ni estatal ni municipal ni nadie ha hecho un monumento ni se ha declarado el Plan DN-3, nadie ha exigido reparación ni nadie ha guardado luto (aparte de miles de viudas y huérfanos) ni ha habido ceremonias fúnebres en el Campo Marte ni misas en la Catedral ni habrá reportaje especial de YouTube ni les importa a los locutores. Y ni el poder Ejecutivo ni la Suprema Corte ni los diputados y senadores han hecho nada ni ninguno de los candidatos ha prometido becar a las víctimas ni darles casitas ni les ha pedido su voto ni les importa un bledo.

Los muertos en la calle no reditúan. No justifican oratoria de género ni son etnia asediada ni son víctimas de terremoto o huracán ni se mueren en bola, al mismo tiempo y en el mismo lugar, como debe ser, sino de manera aislada y por aquí y por allá. Es fácil defenderse del montón de cadáveres diciendo que son “accidentes” —sucursal hospitalaria de la supersticiosa psique patria—, porque a fin de cuentas emborracharse y atacar con auto no equivale a “dolo” ni a “alevosía”, y los accidentes no son adjudicables a la naturaleza ni a la guerra o al terrorismo, y por lo mismo no rinden plusvalía política ni atizan el terror noticioso. Los muertos Por accidente son muertos sin chiste.

Se acaba de recordar y ensalzar la solidaridad del pueblo, su desprendimiento y natural impulso por salvar vidas. Junto a ese gusto, tan encomiable, vive otro, más secreto y definitorio: el gusto de despreciar la ley, convertido en uso y costumbre. En México la ley es optativa, como lamentablemente lo hace creer El Jefe Supremo cada mañana. Y los muchos compatriotas que creen que para tener licencia basta con pagarla, saber que la policía es corrupta, que el rojo es verde si así se dispone, y, sobre todo, la arraigada convicción nacional de que el peatón es un recurso renovable.

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