Muchos denunciaron a la pirámide fake del zócalo verdadero por estar hecha de tablarroca. Fue el escenario perfecto para la fantástica nueva ocurrencia que, al parecer, propone el retorno de El Supremo como Quetzalcóatl.
Me parece que la tablarroca fue lo más verdadero del asunto, la compacta y multifuncional verdad de una ficción que suple a la madera. Es genial un mundo en el que las viejas potencias celestiales estén hechas de gas neón y rayos láser, y en el que las pirámides milenarias son de conglomerado de triplay: nuestra tradición es tan gloriosa que puede armarse en un Home Depot.
El escenario de utilería fue el sincero equivalente de los discursos reivindicantes y las arengas restauradoras, fabricadas de no menos pacotilla, que emitieron los nuevos sacerdotes del templo menor. Alcanzaron su culminación cuando la Neoserpiente Emplumada aseguró hallarse en posesión de otros datos que garantizan que nunca habrá de ocurrir otra conquista de Tenochtitlán. Muchas gracias.
Alrededor de la fake pirámide se desató el magno espectáculo del retorno de los neoaztecas. Alguna vez los celebré en vivo: cada danzante desplaza en la plaza unos 90 kilos promedio de azteca belicoso a los que se suman varios kilos de utilería: arcaicas capas de tafetán, ajorcas de aluminio, el pectoral de canicas, el casco de papel maché, los plumajes de aves amenazadas de extinción, las sandalias con suela de llanta de tráiler prehispánico y el aderezo definitorio de las calacas que Cacama pepenó con su macana.
El atavío es una construcción delirante de raro sincretismo: un tanto de Disneylandia, un tanto versión tridimensional de las vestimentas que Saturnino Herrán falseó de los códices para pintar el delirio art nouveau que casaba a Cuauhtémoc con Afrodita. Luego, Diego Rivera infló el estilacho con los guerreros de sus murales que, más tarde aún, se convirtieron en el delirio rajaretinas de los cromos de vulcanizadora, muestrarios Sherwin Williams de aztecas de vastos bíceps y ojos soñadores que besuquean princesas de Popotla calcadas de Rita Hayworth frente a los volcanes enojones. Los niños creen que están viendo en vivo una película japonesa de monstruos asombrosos y los turistas (pero ¿aún hay turistas?) creen haberse asomado oh my god al ombligo de la tierra.
Lo único verdadero en el espectacular atavío, por debajo del falso taparrabos, es una verdadera truza falsa, pirateada de Calvin Klein, la tablarroca de nylon.
¡Qué hermosas son nuestras tradiciones!, ululó el locutor con su micrófono disfrazado de concha marina. Yo me acuerdo de Jorge Cuesta, para quien la única tradición verdadera de los sentimentales y los políticos es la obstinación en preservar tradiciones que, de ser verdaderas, poco necesitarían de su fervor: un fervor no porque vivan esas tradiciones, sino porque se preserven…
Ignoro si este fervor augura un retorno real a las raíces, fatalmente distorsionadas por el oportunismo político o, peor aún, por algún tipo de convicción restauradora: una sustitutiva visión de los vencedores...
Ojalá que no. Que El Supremo no haya llegado aún a los versos con que Pellicer extraña a Cuauhtémoc diciendo que desde que se fue “estos ojos brillan solamente para el odio/ y estas manos libres/ sólo piensan ahora en la venganza,/ en la venganza y el odio…”
Ojalá que no. Ya deberíamos de saber que cada que retorna Quetzalcóatl —como narran las novelas de José Juan Tablada y D.H. Lawrence— se arma un desmadre de cualquier tamaño…