In memoriam I.C.P.

El nacionalismo es un “accidente irracional” en tanto que nadie elige dónde nacer ni con cuál raza o género, dijo famosamente Georges Santayana. En todo caso, agregaba, alguien con cerebro entiende que el amor a la patria debe estar condicionado a factores de mayor relevancia, como la lealtad a la justicia o a la civilización que norma su vida espiritual, siempre llena de elementos nuevos y diferentes.

Ha sido curioso el fervor con que nuestro Supremo Líder Espiritual ha preferido, en el ocaso de su Gloria Mandamásica, decretar un estrepitoso neoNacionalismo como el referente espiritual adecuado para su feligresía y, sobre todo, “para los jóvenes”, como perora una y otra vez, convencido de que su voz tutorial guía a México hacia la Medalla de Oro en la gran olimpiada de las nacionalidades.

Una y otra vez, el AMLOMagno dice en sus discursos que “la mejor aportación a nuestra nacionalidad no es la que nos llegó de Europa, de Occidente” (sic) sino aquella “que heredamos de nuestra época prehispánica”. Es inevitable advertir en tal discurso su convicción de que todo mexicano elige racionalmente nacer mexicano y, por tanto, debuta en Macuspana o en Chalco equipado de fábrica con todas las virtudes y atributos imaginables, echando bala y berreando ¡Viva México, cabrones!, que es algo que no hacen, por ejemplo, los australianos, que lamentablemente escogieron nacer no en México, sino en Australia.

Se trata, pues, de una paradoja: para sentir el orgullo de ser mexicano es necesario sentir antes el oprobio que nos asestan quienes no son mexicanos, los occidentales y la larga lista de infelices que violaron o violan nuestra pureza espiritual, inflamada de ideales y valores como la fraternidad y el amor al prójimo, el odio al dinero y al poder, que nadie tiene sino los mexicanos. (Aquí se escucha un prolongado ¡Ajúa!).

Cada vez que El Supremo Pensador Mexicano deplora y denuncia la conquista de México, incluye el oprobio, un orgullo lastimado, una vergüenza ante lo que considera una humillación histórica. Siente una amargura, esa “necesidad de oposición y hostilidad (que) nos lleva al corazón mismo de la idea nacional, ese mecanismo paranoico de autoafirmación patriótica que necesita inventar una antipatria como límite y definición de cada patria” (gloso Contra las patrias, el genial libro de Fernando Savater).

El Actual Supremo no ha sido en esto diferente a los nacionalistas histéricos de otras etapas mexicanas que, incapaces de solucionar problemas de más relieve, convertían a “la cultura nacional” en un escenario de consolación y gratificación patriotera lleno de “ajúas”. Haberse inventado a su “humanismo mexicano de la 4T” para imponerlo como una escuela de pensamiento filosófico, o como un original sistema económico y social, no es un exceso de El Supremo. Es si acaso la medida de su disparatada megalomanía, idéntico a la que, luego de la Revolución, la convirtió en la referencia imprescindible, en el horizonte sine qua non de la cultura y la identidad nacionales.

Había una anécdota entre graciosa y ridícula que narraba Jaime Torres Bodet (ese señor que dirigió la SEP, hoy felizmente substituido por el filósofo Mario Delgado): había una soprano que cuando no podía alcanzar el do de pecho gritaba “¡Viva México!”. El público, obediente, respondía “¡Viva!”, pero no dejaba de sentirse engañado. El nacionalismo estrambótico de El Supremo es como eso: una coartada sencilla contra la responsabilidad de pensar.

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