Enunciar “el humanismo mexicano” como una teoría política , como lo hizo ayer El Supremo ante sus fieles, convoca a la esencial curiosidad. ¿Qué querrá decir? Es un nombre en la confección del cual es obvio que El Supremo habrá invertido mucho cacumen “en los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año”, como escribió hace tiempo un escritor imperialista de cuyo nombre no quiero acordarme.

Dijo El Supremo “mi propuesta será o sería llamarle Humanismo Mexicano”. Por lo pronto, más allá del encomiable prurito que lo llevó a dudar entre el futuro será y el pospretérito sería, se trata de una voluntad, de una intencionalidad a futuro que se graduó instantáneamente a cosa real y demostrada. Suele hacerlo El Supremo, a quien le da por prescindir de demostraciones empíricas cuando de sus proyectos o sus ficciones se trata. El mero hecho de haber sido enunciados por Él ya incluye su realidad. La gente es ya feliz porque Él así lo ordena y ahora será además humanista mexicana.

Curiosa tendencia a creer que las cosas, por el mero hecho de haber sido imaginadas por Él, son hechos consumados. La “transformación” misma no es algo que se desee o lo que se aspira, algo cuya realidad depende del futuro, sino un hecho histórico probado de antemano. La velocidad con que “transformar” lo futuro se convirtió en “transformado” presente acusa una peculiar maroma mental, una que se basa en la fuerza de la autoridad, no en la fragilidad de los hechos. Es lo de menos: los autoritarios suelen institucionalizar sus ficciones desde su autoridad.

Nuestro Supremo es propenso a celebrar el jonrón antes de la pichada (siempre y cuando el bateador sea él). Se deja llevar fácilmente por sus ficciones, que convierte en realidades no por su carga de realidad, sino por la realidad de su imaginación. La otra realidad no es sino un personaje secundario al servicio de sus ficciones.

Se trata de enunciar ficciones ideológicas o políticas cuya falta de realidad no puede ser probada ni siquiera por la evidencia. Es la fe como substituto de la razón, en tanto que la fe, a la que le basta con creer, prescinde de su demostración. Por ejemplo, cuando el Estado mexicano decretó “el socialismo ” en los años treintas lo hizo como un acto de fe que, por orden del Estado, ya era también un hecho. Gracias a su fe, escribió Jorge Cuesta, “el socialista no tiene que esperar el triunfo de su causa, a fin de poder pensar con certidumbre, a fin de poder dar un valor científico a su pensamiento”. Así es también ahora: la transformación y la consecuente “revolución de las conciencias” ocurrió ya, no porque lo prueben los hechos, sino por el voluntarismo de la autoridad que monopoliza la “verdad” y emite el juicio.

Curioso nombre, “el humanismo mexicano”. Un humanismo particular que será evaluado desde el interés político. Asestarle el gentilicio “mexicano” al tal humanismo es raro también. No sólo es clasista y racista con los humanos que tienen el defecto de no ser mexicanos, sino que hace una expropiación de la nacionalidad, un sometimiento de su carácter múltiple y contradictorio a la conveniencia o intereses particulares de un político poderoso. Me pregunto si la Constitución misma deberá subordinarse a ese “humanismo”, palabra que no figura en ella, consciente de que el humanismo es en todo caso asunto de la ciudadanía, no del Estado.

Esto es la ruta que nos ha señalado ayer El Supremo a todos nosotros en tanto que somos “su” pueblo, es decir, su reflejo.

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