En el perpetuo combate contra el mal que acomete nuestro Presidente, el Primer y único Magistrado Andrés Manuel López Obrador, abundan las representaciones del mal como una “suciedad”, una sociedad de suciedad que debe limpiarse como los establos de Hércules; el individualismo (sic) “es una mancha negra” que es imperativo lavar; la corrupción es una basura que hay que limpiar “de arriba para abajo, como las escaleras”; el neoliberalismo “nos dejó un cochinero que tenemos que limpiar”, etcétera.
Es una elección metafórica natural, desde luego, sobre todo para una mentalidad moralista.
Pero este encomiable afán por asear la vida pública ha ido aumentando su expresividad con una energía proporcional a la conciencia de su dificultad. El Investido comenzó por emplear las interjecciones “¡fuchi!”, “¡fúchila!” y “¡guácala!”, de suyo simplonas, cuya más reciente deriva potencia a extremos superiores.
La semana pasada, ante la población náhuatl de Milpa Alta, en su habitual diatriba contra la corrupción, arropado por bufandas y collares floridos, el Mandatario sentenció que “¡el corrupto está quedando mal visto! ¡estigmatizado!”.
Hasta ahí todo iba bien. Pero acto seguido, quizás porque pensó que “estigmatizado” era un concepto demasiado fifí, optó por un lenguaje accesible, gratuito, laico, popular y transformacional, e inflando
el pecho viril mientras hacía con el brazo un gesto de expulsión bastante jurídico
remató encendido de iracundia: “¡FUCHI CACA!”
Atiza…
Bueno, pues me parece que al llegar a esa sentencia final hubo una sinapsis interesante y hasta conmovedora: la frase, inevitablemente pueril, parece haber surgido de la memoria remota, de aquellos tegumentos iniciales, cuando la madre le enseñaba al hijo a mirar a la caca con la debida repugnancia. Esto, como es bien sabido, es importante en esa tierna edad en que los párvulos aún no cobran conciencia de que la caca es caca, y menos aún de que será metáfora de todo lo que uno puede aborrecer, como los seres individualistas, la clase reaccionaria, los escritores conservadores, los seres corruptos y todo lo demás que, foco de infección, núcleo pestífero, atente contra la social higiene.
Como no es habitual esa elocuencia pueril en la boca de un Primer Magistrado (que optan, si acaso, por “mierda”), se desató el revuelo previsible. Caca es, a fin de cuentas una palabra canalla, aunque por demás expresiva, con su infantil fonética percutiente y bisilábica, propia de las mentes en formación: ca-ca, un ruido cavernario, elemental, cacofónico, cuya misma enunciación de quijadas quiere ser tan asqueante como mirar caca en vivo. Pero es a partir de ella que se aprende a hablar, a pasar de las quijadas a la lengua y a los labios, a pronunciar la ele láctea que se bebe y la eme que amamanta. “La vida empieza en lágrimas y caca/ luego viene la ma con mama y coco”, escribió el caquiento Quevedo hace quinientos años...
Es inevitable calcular que al convertir “¡Fuchi caca!” en argumento político y filosófico de Estado, el Primer (y único) Magistrado fortalece el papel de Primer Pedagogo Patrio y Padre Moral de la Patria que siempre se ha asignado. Pero ese papel ahora parece incluir también —ignoro qué tan conscientemente— el rol de la madre que educa al niño pueblo en el valor de la elemental higiene físico-moral. Pues educar en la aversión a la caca es contrato especial entre la madre y la cría, so pena de acabar ambos defraudados o, peor aún,
batidos de Freud (de hecho, los corruptos fuchicacos lo son, quizá, porque sus madres no lograron explicarles bien que la caca no es oro…).
Y tiene también un papel casi divino. ¿Acaso no tuvo que ir el dios hebreo con Ezequiel para decirle que a la hora de hacer pan no hay que emplear como combustible la caca humana, sino la vacuna? ¿Acaso el Deuteronomio no da al pueblo instrucción exacta de tapar con tierra el hoyo donde caga? Y, claro está, aquellos que
no obedezcan merecerán la pena estipulada en los Profetas: “será polvo su sangre
y su piel caca.”
Supongo que algún día habrá un experto repugnante que estudiará estas regresiones coprolálicas al habla infantil y a interpretar el peso formativo de una madre que a veces se aparece en el Salón Tesorería, invocada por su embajadora, y cuya presencia imaginaria goza de tanto prestigio judicial —“los voy a acusar con su mamá”— que a ella se remite a los malvados para que se hagan buenos, y a los torcidos, para que se enderecen.
Que sea para bien.