Suele advertir El Supremo que le incomodan las malas palabras y que se niega a emplearlas, aún cuando podrían enfatizar la opinión que le merecen ciertos errores morales. Tiene razón. Su elocuencia no necesita de vocablos altisonantes para hacerse escuchar, pues la variedad de su vocabulario, su sintaxis robusta y la gracia de su buen decir, no tienen por qué mancharse con altisonancias que podrían ofender a quienes, cada mañana, aprendemos no sólo el estado de bienestar absoluta que guarda la Patria, sino también el arte de hablar bien el español que, a pesar de ser un idioma europeo y patriarcal, es el único que tenemos a la mano.

Alguien dijo que las groserías son las banderillas que se le ponen al toro del habla para que embista con más ganas. Pues no. Para El Supremo, sumariamente, “el que insulta se degrada” y él no se degrada nunca. Bueno, algunas veces ha dicho “¡al carajo!”, pero sólo en circunstancias apremiantes. Las transcripciones oficiales registran que lo dijo una vez para manifestarle desprecio a quien no entiende que la felicidad no la da el dinero, sino estar bien con la propia conciencia. Otra vez dijo que él no va a los hospitales a visitar víctimas cuando se cae el metro porque ese “es un estilo demagógico, hipócrita” que debe irse al carajo. Y otra vez dijo que el que sea corrupto “se estigmatiza” y “se va al carajo”.

Alguien se lo reprochó, y entonces explicó que mandar a alguien al carajo “no significa ninguna grosería, porque antes en los barcos, ¿no?, en el mástil había una parte, una casita en donde todo el que se portaba mal, todo el marinero que se portaba mal lo mandaban a esa casita, y a esa casita le llamaban el carajo.” Fue así que además de apreciar a dónde deben ir los corruptos, el pueblo aprendió cosas de marinería. Claro, la explicación es falsa, pero linda, pues como registra el Diccionario del español de México, carajo significa “miembro viril, pene”. Ir al carajo evita, pues, decir ir “a la verga”, voz popular pero fea que se escuchó en una mañanera cuando un artista del Grupo Firme, notoriamente ebrio, gritó en un video que “ya me dieron ganas de hasta tirar el vino a la verga” mientras El Supremo escuchaba conmovido, pues es su grupo favorito.

En otra mañanera, regañó al expresidente Calderón porque en un tuit dijo que no había dinero “para los hospitales públicos, pero qué tal para sus pinches espectaculares”. No lo ofendió el estado de los hospitales, pero sí que dijera “pinche”, aunque luego declaró que “ya estamos grandes” y que “yo creo” que las palabras pinche y chingada “ya están en el diccionario”, aunque deja de estar grande cuando la senadora Xóchitl “habla de manera coloquial, directa, dice groserías” pensando en que así van a engañar a la gente (ella respondió diciendo que grosería es “la situación en la que está el país”).

En general, El Supremo ha tomado el partido de quienes, como Lenin, prohibieron las expresiones vulgares, diciendo que el lenguaje revolucionario debe tener “el nivel de los obreros avanzados”, lo que apoyó Troski al decir que el lenguaje insultante es, en lo pobres, “un legado de la esclavitud” y, en los ricos, manifestación de clasismo. (Es un problema complejo, que trato en un libro titulado Malas palabras, que publicó la editorial Siglo XXI hace un tiempo, por si a alguien le interesa.)

Y una última pregunta, ¿por qué disfrutará El Supremo diciendo que heredó una finca que se llama La Chingada, a la que piensa dirigirse una vez que deje de enviar a la Patria a la casita del mástil? Misterio.

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