Leo, ojeo y hojeo el Diccionario de mexicanismos propios y compartidos que recién ha publicado la Academia Mexicana de la Lengua en la Editorial Planeta. Es una maravilla: medio kilo de lengua y lingüística en casi 800 páginas, miles de palabras y acepciones tricolores que emanan de ámbitos tan variados como la comida, el sexo, la botánica, la zoología, la vida y la muerte, pero pasados por la Patria parlera.
El resultado es una novela colectiva que recoge los muchos años de trabajo de un tesonero equipo de académicos y lexicógrafos —dirigido por la investigadora de la UNAM Concepción Company— que ha inventariado la manera nuestra de vivir, revivir y reinventar el español: el léxico de México (para decirlo con jota).
Porque, desde luego, no se trata de limpiar, pulir ni dar esplendor desde la dizque superior jefatura española, sino de registrar y disfrutar la forma en que nuestra habla común se ensucia y enturbia, practica la promiscuidad, se multiplica y prolifera en signos, giros y tonos peculiares. Este diccionario recoge la forma en que todos los mexicanos hemos hecho, desde hace 500 años, lo que se pedía Octavio Paz para ser poeta: darle vuelta a las palabras, ponerlas a chillar, azotarlas, inflarlas, pincharlas, sorberles la sangre y el tuétano, secarlas, caparlas, torcerles el gaznate, desplumarlas y destriparlas para que así, y sólo así, las palabras “se traguen todas sus palabras”.
Como surge de mentes agudas, el libro es inteligente y divertido. Es delicioso pasearse por él como por un paisaje de palabras y expresiones, las frases enigmáticas, los sonidos anómalos y las acepciones inusitadas. Pasear ya no por uno de símbolos (como decía otro poeta), sino por un bosque de voces que nos responde con sonidos familares (y a veces no tanto: ¿sabía usted que güinduri significa un caballo con manchas en las ancas?, ¿y la cundemba un arbolito con lenticelas? Yo no.) Es un bosque de ramajes entreverados en el que los árboles del latín, el sefardita, el andaluz y el árabe, promiscuamente se ayuntaron con las lenguas indígenas en la tarea genésica de ponerle nombre a cada planta y bicho de nuestra porción del paraíso; un bosque de voces en el que los legañosos arcaísmos (truje) conviven con palabras recién nacidas (darketo) y el anglicismo (hocho: hot dog) con el nahuatlismo, y lo hacen con una elasticidad y un ingenio a la altura de nuestra capacidad para el caos.
Un verbito tan chiquito como “dar”, por ejemplo, llena varias páginas más que “chingar” porque, en efecto, da decenas de significaciones lexicales y dialectales, del dar atole al avión al mole de olla al cran al brinco a dar la bola y la cachucha la carrilla y el gatazo la comezón y el azotón el chesco y los chuchulucos la cubeta y la machincuepa... Y, claro, para un gran rato, acuda a los “mexicanismos exclusivos” del final y busque la sonora letra ch, ese big bang de nuestra cacofonía, y pase de changazo y chancluda a chapiscle, chichita y chepitofué, pasando por chichimoco, chicocuchi y así hasta llegar al chochopascle y, obviamente, al chingaputamadral...
Concepción Company, nuestra Alfonsa primera, tan sabia como el décimo Alfonso que en España hace mil años comenzó a organizar nuestro idioma, ha dicho a nombre de su equipo que el Diccionario de mexicanismos “es un libro de gozo y reconocimiento identitario para los mexicanos. Un regalo de la Academia Mexicana de la Lengua, porque ella es la autora para identificarnos y encontrarnos”.
Muchas gracias. Es un gran regalo, pero sólo si se abre...