En 1998, cuando ya estaba muy enfermo, Octavio Paz me pidió que le ayudara a crear una fundación que cuidaría su legado literario. El Dr. Ernesto Zedillo, buen lector de Paz, logró que un grupo de empresarios aportara el capital y dispuso que el gobierno prestase un edificio. A cambio, Paz aportaría su archivo y su biblioteca.

El objetivo no sólo era propiciar su legado literario, sino estudiar y enseñar poesía, arte y cultura, así como apostar a que otros escritores y artistas —o sus herederos— vieran en la institución un posible, adecuado destino para resguardar sus propios archivos, ofrecer una alternativa a la necesidad de venderlos a las universidades estadounidenses, dada la —con algunas excepciones— indiferencia de las mexicanas. Quería una institución similar a la Residencia de Estudiantes de Madrid, cuyo Centro de Documentación resguarda decenas de fondos y archivos prodigiosos, o al Instituto de la Memoria Editorial Contemporánea de Francia (IMEC). Lamentaba que documentar la historia política de México concitase tanto interés y patrocinio público y privado, y tan poco la historia de su literatura; que la historia política fuera una religión y la literaria casi una herejía.

Fue muy doloroso que ese proyecto se frustrara. Cargo con parte de la culpa, en tanto que no logré sobreponer la tarea que me encomendó mi amigo a los obstáculos que, luego de su muerte, surgieron de los ámbitos más inesperados. Tuve que renunciar en 2001; en 2003, los empresarios redirigieron el capital hacia una oportunista fundación alternativa (pues, por ley, no podían recuperarlo) y el gobierno cedió el inmueble a la Fonoteca Nacional. Se habían enfrentado al mismo obstáculo insalvable: la extraña renuencia de Marie José Tramini a cumplir con la última voluntad de su esposo y a acatar los imperiosos reglamentos de la asociación civil. Fue una historia triste y complicada que quizás escriba un día.

Celebro que la UNAM haya acogido los restos de Paz y de su compañera en el más hermoso de sus edificios, el Colegio de San Ildefonso, donde el joven Paz vivió los años decisivos de su juventud, como lo evocó el rector Graue en su cabal discurso. Y celebro que Vicente Rojo, al final de su propia vida, haya continuado los muchos años de trabajo conjunto con su amigo Octavio, diseñando los hermosos monumentos.

Más que el polvo ceremonialmente llevado a su tumba, lo importante es que el archivo y la biblioteca, así como el demandante cuidado de los derechos de autor, sean depositados en una vida productiva y eficiente, a cargo de personas capaces. Un viejo testamento de Paz enviaba su archivo a El Colegio Nacional, lo que es bueno, y mejor aún si lo hace de la mano con su hermana biblioteca. Las autoridades del gobierno hablaron ya de una nueva fundación y anunciaron el envío del “legado documental” de Paz a una “Bodega Nacional” cuya índole ignoro (pero cuyo mero nombre, caray, es ominoso).

Toda fiesta mexicana, escribió Paz en El laberinto de la soledad, “se disipa en humo, cenizas, nada.” Depende del gobierno tramitar ahora una excepción a la altura de los discursos que sus voceros emitieron en San Ildefonso. ¿Lo hará? Ojalá, aunque es inevitable pensar que para muchos de sus ideólogos Paz fue un “promotor” del neoliberalismo y un malinchista, neocolonial y racista que fundó revistas tan dañinas para México como la amarillista Alarma!...

En fin. Por 1932, Paz escribió un poema en San Ildefonso. Dice: “Me encontré frente a un muro y en el muro un letrero: Aquí empieza tu futuro”.

Ojalá que no acabe.

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