Guillermo Sheridan

El Evento

Varios días después de lo que comenzamos a llamar “el Evento” estaba yo mudo y un tantosordo, caído en una curiosa cuanto prolongada perturbación neurosiquiátrica

Articulista Guillermo Sheridan. Foto: EL UNIVERSAL
02/01/2024 |03:10
Guillermo Sheridan
autor de OpiniónVer perfil

En México uno suele enterarse de que está enfermo no por el engrandecimiento de un dolor sino porque de pronto todo disminuye de tamaño. “Le voy a poner un piquetito en su bracito que le dolerá un poquito” en realidad significa: está usted muy jodido. El tamaño de la secuela de diminutivos augura en seguida la potencia de un dolor que puede ser enorme, pero nunca más grande que la amabilidad de quien intenta aliviarlo.

Hace algunas semanas me enteré de que estaba internado en un hospital y que llevaba varios días en eso que se llama estado comatoso. ¿Qué demonios habría ocurrido? No recordaba haber sido atropellado por una motocicleta intensamente hostil, ni haber sufrido el enfático ataque cardiaco. Pero de que era hospital no había duda.

No ocurrió porque yo registrase esa fetidez como de éter adormilado mezclado con cloroformo que tienen los hospitales, ni tampoco por la calculada esgrima de los bisturíes rondándome la cabeza. La certidumbre venía más bien de la conversación que manaba, milimétrica, de las bocas de los médicos cuando decían “iniciando incision en parietalito” y cosas parecidas, todas en diminutivo, cargadas de ese raro cariñito no solicitado que, al llegar a mis oídos, me avisaba que estaba en un peligro que fruncía tenaz mi cutisito.

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No sólo son los diminutivos. En un artículo remoto, Fernando Savater evoca otro hábito de nosocomio, muy simpático y puntual, que apercibí ya también en México. Dice: “Me hace gracia esa costumbre de las enfermeras de llamar a los pacientes por su nombre de pila: lo primero que pierde uno al entrar al hospital o una clínica es el apellido. Te sientes así más joven y, por tanto, como más propicio a la salud. Y también tiene algo de conmovedor ese truco de hacernos preguntas sobre el trabajo o el lugar de origen para distraernos del mal trago que estamos pasando, aunque a veces el resultado sea mediocre. Como ese buen hombre al que, mientras le metían una sonda por cierto órgano comprometido, la enfermera le preguntó casualmente de dónde era y él aulló, no sin cordialidad: “¡De Santander, coño!”.

Es preciosa la apología de las enfermeras con que Savater continúa su escrito. Las destaca “porque me parece que su función las hace estar de manera más permanente, mucho más detallista, en contacto con las incidencias penosas del sufrimiento. El médico interviene para curar, aparece y desaparece con algo de superioridad taumatúrgica sobre el paciente, pero la enfermera sigue a mano hora tras hora, lidiando las quejas, aliviando con una sábana limpia o una almohada fresca el lento arrastrarse de la duración del dolor, lo que más nos escandaliza de él. El acierto del médico nos puede salvar la vida, pero el humanismo de la enfermera nos conserva lo dignamente humano de nuestra vida durante los padecimientos: nos ayuda a ser compatibles con nuestro dolor. Ambas cosas son vitalmente importantes…”

En fin. Las secuelitas de esa intervencionsita de que fui objeto han sido prolongadas y tristecitas. Varios días después de lo que comenzamos a llamar “el Evento” estaba yo mudo y un tanto sordo, caído en una curiosa cuanto prolongada perturbación neurosiquiátrica, manifiesta en una confusión entre la realidad y el delirio; pérdida de memoria, incapacidad psicomotriz y varios detallitos más, como no recordar como funciona una computadora. “El mundo es un hospital” dice famosamente T. S. Eliot y, para aliviarse, nuestra enfermedad antes debe extremarse. No hay de otra…

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