Ayer, la periodista y académica Denisse Dresser narró en su columna que presentó una demanda de amparo contra el presidente López Obrador por las agresiones verbales emitidas contra ella en 87 de sus conferencias mañaneras, pues se ha sentido víctima de un “asesinato formal”, ese que consiste en ser vilipendiada por el mexicano más poderoso de todos, el que desde el Palacio Nacional, pertrechado tras el Escudo Nacional, difundido en vivo por los Canales Informativos Nacionales y, desde luego, rodeado por las Armas Nacionales que se cubren de gloria, decide, él solito, impartir justicia cotidianamente.
Se trata, en suma, escribe Dresser, de “un ejercicio cotidiano de degradación”. Es deplorable (y me pregunto si no ilegal ante ciertos artículos de la Constitución). Hay quienes sufren casi a diario ese expedito proceso extrajudicial que el Comandante Supremo acomete contra quienes llama “mis adversarios”, a los que mete sin citatorio a su suprema corte personal, los acusa en su juicio oral de una sola persona, los pasa velozmente por el elevado “tribunal de mi conciencia”, los encuentra sumariamente culpables y les dicta sentencia instantánea, convertido a la vez en fiscal, juez, jurado y carcelero (hasta ahora sólo) “moral”.
Ese linchamiento que graciosamente llama a veces “diálogo circular” y, a veces, “debate en el campo de las ideas”, es enviado entonces a los verdugos secundarios, los periodistas a su servicio (como el que advirtió a los críticos que “dejen de jugar con fuego”) que aumentan los agravios y sazonan las calumnias que, después, trasladan a sus sudorosos bots para que en las redes se den gusto insultando al “criminal”. Y, claro, aumentar con ello el riesgo de que un súbdito con iniciativa, acatando esos juicios, opte por hacer justicia ya en las calles, y ya no sólo con palabras, a quien el dedo de Dios del Supremo escribió en su lista negra.
Se siente feo, y eso que a mí me ha tocado apenas una decena de veces, suficientes para que la sensación de vulnerabilidad se agudice y en la familia punda el cánico. El Comandante Supremo me ha hallado culpable de “dañar a México”, de ser “alcahuete del régimen conservador”, de ser “clasista-racista”, de “legitimar la corrupción”, de mentiroso, de neoporfirista, de “convalidar el saqueo” y de ser ejemplo “de decadencia intelectual”. A todo eso él lo llamó un “debate” (supongo que entre su vocabulario y su sintaxis).
Claro, todo eso podría calificar como “opiniones personales” a las que repetidamente alega tener derecho quien se dice nuestro igual. Pues sí, pero cuando el Gobierno de México las repite por sus medios oficiales se convierten también en juicios gubernamentales. No es lo mismo que alguien te insulte en corto a que, después de insultarte, se escuche la voz melíflua de una señorita que dice “Gobierno de México”.
Cuando me ocurrió a mí, sentí que la sentencia del tribunal personal del Supremo contra mi libertad de escribir y pensar había sido formalmente oficializada y pedí protección. Fue muy simpático que ocurriese el 4 de enero, cuando, por ser el “Día Nacional del Periodista”, el gobierno publicó en un comunicado que “las autoridades del Estado mexicano tienen la obligación de abstenerse de cometer cualquier acto que busque limitar o menoscabar la labor de las personas periodistas”. Pues sí, pero no…
“Yo digo ‘Basta’ en defensa de mi nombre y de todos los difamados, agredidos, denostados injustamente”, escribe Dresser. Suscribo. Y ojalá que lo resuelva la ley de todos; no la “justicia” mañanera…
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