Al chorro de insultos que suele asestarme en su espectáculo matinal (la semana pasada califiqué de “farsante”, “simulador”, “corrupto”, “sabihondo” y “reverendo hipócrita”), al Comandante Supremo de Todos los Mexicanos le complace agregar que yo soy “de” Enrique Krauze, una especie de prueba inculpatoria en el Tribunal Superior que preside como fiscal severo y justo juez.

¿Qué puede hacerse? Nada: acostumbrarse a ser insultado desde el Poder Ejecutivo que, por hablar formalmente detrás de un escudo que dice “Estados Unidos Mexicanos”, le imprime carácter oficial a sus insultos.

Algún necio podría recordarle que la Constitución que juró guardar y hacer guardar ordena que “La manifestación de las ideas no será objeto de NINGUNA inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público”.

Como el Supremo acata rigurosamente esa y todas las leyes y no osaría violarlas, supongo que si amerito inquisición judicial matutina debe ser porque lo que escribo ataca a la moral (y nadie mejor para juzgarlo que el Supremo censor) o a la vida privada y, claro, que tener amigos provoca algún delito y perturba el orden público.

La idea de los amigos que tiene El Supremo incluye que uno de ellos “manda” (verbo preferido suyo) y los demás obedecen sus mandatos. Se diría que la subordinación propia de todo grupo humano jerarquizado (del ejército a la mafia) es para él más importante que el afecto o, peor aún, una condición del afecto: eres mi amigo sólo si te subordinas.

Quizá por eso cree que la amistad de otros obedece a su esquema y que también se sujetan al principio de autoridad que él ejerce. No una idea de la amistad cuya práctica del afecto incluya y hasta exija libertad para disentir, sino una amistad que abdique de la libertad: no amistad sino provecho. Quizá explique que sus subordinados y corcholatas no sólo no disientan jamás de él, sino que hagan de su sometimiento un patético concurso de clonación. Y aunque los llame “hermanos” los mira como “achichincles”, uno de sus insultos preferidos y cifra cabal de su idea de la amistad.

Si participar en tareas comunes equivale, en la lógica del Supremo, a convertirse en propiedad de alguien, está en problemas. Si por publicar en Letras Libres soy “de” Krauze, entonces también he sido “de” Monsiváis, Fernando Benítez, Julio Scherer o Carlos Payán, pues fui su amigo y publiqué con ellos. Y claro, de acuerdo con esa lógica, él sería “de” López Portillo, quien lo nombró diputado cuando era “un joven cuadro del régimen priísta, formado dentro del sistema educativo priísta, para fortalecer al régimen priísta”, como escribe Jaime Avilés, biógrafo “de” El Supremo.

Y además “de” López Portillo, pues también ha sido “de” Leandro Rovirosa Wade, “de” Miguel de la Madrid y, obviamente “de” Bartlett y “de” Ignacio Ovalle, ejemplos de “humanismo mexicano” con quienes aún sostiene una cálida y singular subordinación.

¿Habré de explicar que yo nunca obedecería una orden de Krauze? Y no sólo por ser dueño de mi libertad sino porque la libertad de Krauze incluye no dar órdenes a sus amigos. No, no lo explicaré. El Supremo ya sentenció otra cosa y lo rubricó con sus insultos. Sus subordinados los multiplicarán, subordinadamente, como lo dispone su naturaleza y su provecho.

Los buenos amigos duran siempre; los subordinados, poco. Y ese poco ya comenzó…

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