Ha sido curiosa la manera más o menos esquizofrénica en que El Supremo se abrazó con Cuba en estos días. O, mejor dicho, con la dictadura cubana, de la que el pueblo de Cuba es el primer cautivo: un pueblo bloqueado por el poder absoluto de una ristra de generalotes e ideólogos que, a su vez, denuncian estar bloqueados por el imperialismo.
Tienen razón los opositores cubanos: su gobierno bloquea toda iniciativa social que no esté regulada por él; bloquea cualquier actividad económica, por pequeña que sea, que no esté controlada por él; bloquea cualquier actividad pensante, crítica o académica, que pretenda escabullirse de la ideología oficial.
A nuestro Supremo parece simpatizarle ese estado de cosas, tanto así que lo consideró digno de que, mereciendo su ejemplo, ya lleve su revolución al rango superior de la “transformación”. Obviamente le atrae que el régimen cubano haya substituido a la democracia representativa por una democracia plebiscitaria regulada por el Estado. Es claro que envidia el absoluto control sobre “los opositores”. Cada día hay más indicios de que someter el sistema educativo a la ideología de la “transformación” tiene un ejemplo en el modelo pedagógico cubano, reflejo de la “revolución”. La ficción del “hombre nuevo” de Fidel y el Che Guevara emparienta con la fantasía del “nuevo mexicano”. Y si Fidel Castro es el comandante que dice “La historia me absolverá” al mismo tiempo que la escribe, “yo soy la historia”, dice nuestro propio comandante al escribirla cotidianamente.
Otra coincidencia entre los Supremos es su aborrecimiento a los y las homosexuales, “infectados por una patología social”, como dijo Fidel en 1971 al empezar a recluirlos en granjas de producción. Monsiváis leyó, conmovido, la carta del suicida Reinaldo Arenas en la que nombra a Fidel responsable: “Un escritor agonizante contra la potencia del dictador al que apoyan los reflejos condicionados de la izquierda autoritaria en el mundo”. Más tarde denunció en Cuba “la reivindicación parcial del estalinismo y la alabanza frenética del autoritarismo que no admite rivales, críticas, mínimas discrepancias”. Y en 2001 riñó con el diario La Jornada que justificó la reclusión cubana de enfermos de sida y se declaró “convencido desde hace tiempo del carácter dictatorial del gobierno de Cuba”.
Una diferencia interesante es que si Fidel consiguió el apoyo de intelectuales talentosos, nuestro Supremo esté rodeado de mediocres de altísimo nivel. Fidel llegó a contar con Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Roberto González Retamar, y fuera de Cuba, con Neruda, Miguel Ángel Asturias, Cortázar o García Márquez. Algunos de ellos, decepcionados (Neruda mismo) optaron luego por el silencio. Muchos otros, como Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy o José Kozer lograron huir del paraíso o, como Vigilio Piñera o Lezama Lima, crearon uno íntimo, hecho de escritura. Nuestro Supremo, en cambio, tiene a su alrededor un puñado de sentimentales insípidos que le besuquean el trasero mientras transforman sus arengas en hipos impresos.
No dejó de ser elocuente que en estos días La Jornada celebrase (reflejo condicionado) la gira de El Supremo publicando varios artículos sobre Haydée Santamaría, la potente comisaria cultural de Fidel, ejemplar promotora de “la genuina cultura de nuestra América”, “símbolo de la integración latinoamericana”, maestra contra “la crisis ética que vive el mundo” y combatiente en favor de los escritores y de todos los que “sufran prisión por sus ideas”.
Siempre y cuando, claro, no vivan en Cuba...