Todos creamos a la ciudad, esa enorme madre cuadriculada que también nos crea y nos consume. La sufrimos y gozamos, la amamos y la odiamos, la redactamos y nos disolvemos en su histérica redacción. Capital monstruosa y delicada, ciudad llena de ciudades, nuestra capital, enorme libro sincrético y polimorfo.
Tiene párrafos hermosos y no pocas erratas, caos sintáctico y grandes faltas de ortografía. Está llena de contradicciones y se le notan, y ¿cómo no, si desde su origen era “agua quemada”, agua y fuego contrarios que quién sabe cómo y con qué rara energía, conviven reconciliados?
Las millones de manos que hemos escrito esta ciudad a lo largo de los siglos, y la escribimos cotidianamente, redactamos letra a letra, paso a paso, ese libro-ciudad prodigioso, depósito del sudor del día, escenario de nuestros sueños y pesadillas de noche. Viva y muerta a la vez, la ciudad es todo y todos, es “la selva de piedra, el desierto del profeta, el hormiguero de almas, la congregación de tribus, la casa de los espejos, el laberinto de ecos”, como dice el poeta que más la ha celebrado…
Pero de pronto surge el poder de seis añitos de una altiva Mandamás que altera esa escritura de siglos y de todos y, agregándole demagogia a su servilismo, se convierte en la correctora de estilo plenipotenciaria. Una editora que tacha y enmienda y altera y “corrige” por dos razones de peso: porque quiere y porque puede. El Caballito ya fue substituido por un caballote; el exiliado Colón, ahora, por un cósmico cómic catatónico.
No me parece esto de andar imponiéndole lecturas al colectivo texto de nuestra ciudad desde un poder político que, además se jacta de hacerlo para moralizar a las conciencias. Claro, es obvio que a las ciudades también las redactan las tribulaciones de la demografía y su derrama de problemas, así como la incuria de quienes se benefician de su caos. Pero alterar sitios como el Paseo de la Reforma ¿para qué? Y es que hay lugares en los que el caos se sublima en una gracia que debería ser protegida: son los lomos que conservan legible al desmadre del libro colectivo, los pocos lugares que deberían estar a salvo de los poderosos y sus apetitos.
Paralela a la ciudad flota una ciudad invisible, la que imaginamos sus moradores, la que soñamos o recordamos, esa traza espectral aledaña que recorre cada ciudadano, peatón de su memoria o su deseo. Son los lugares por los que deambulan también las almas de los difuntos que regresan a la ciudad en pos de certidumbres como en el relato de Calvino. Y la certidumbre de que tal plaza es inamovible, de que ese parque o esa glorieta no se mueven, le quita sinsentido al caos.
Amamos las glorietas con su estatua, ombligos del cuerpo urbano, imán referencial y hasta altares al accidente de tráfico. Las amamos porque son de todos; porque ocupan su sitio en la ciudad pero, también, en la imagen de la ciudad imaginaria que creamos todos. En cada capitalino hay un íntimo Paseo de la Reforma: brillante línea de mestizaje que es griega en la Diana nalgona y en la Niké independiente, europea con el viejo Colón, rayada de azteca por Cuauhtémoc… Una portada para el libro de cada uno.
Mucho ayuda el que no estorba, dice el refrán. Pero Mandamás que no estorba no se promueve hacia un más mandar. ¿Qué seguirá? La ciudad no debería ser la sala de la casa donde una señora ociosa cambia de una mesa a otra sus figuritas de lladró… Ni modo: “nuestra ciudad mía” es menos nuestra hoy, pero es más suya…