Guillermo Sheridan

Antropología mañanera

Una breve pausa como señal de desprecio a quien que para su gusto es basura, y no amerita la gloria de figurar en su memoria, tan atareada en salvar al mundo.

Articulista Guillermo Sheridan. Foto: EL UNIVERSAL
14/05/2024 |05:18
Guillermo Sheridan
autor de OpiniónVer perfil

A mí francamente me entristece que se acaben las mañaneras, esa mezcla de púlpito (donde se alaban las propias virtudes) y patíbulo (donde se masacran los defectos ajenos). En el lapso de tres horas, la mañanera, ese embutido de sí mismo, relleno de virtudes teologales y cardinales, insulta, degrada y asedia (con todo el poder del Estado) a quienes lo incomodan. Y luego, el Supremo pone cara de santo y mira hacia la Patria, que suele estar en el bigote de Lord Molécula.

El espectáculo es fascinante: un sujeto atascado de virtud y embebido de gloria, un burgués filisteo, que proyecta una heroica fantasía de sí mismo, enumerando durante varias horas, con notoria torpeza, la inacabable lista de sus proezas imaginarias. Y la boca enfática, ese cha-cha-chá gestual, masticándose a sí misma, cada día más autofágica, esperando la recompensa del autocariñito, el cúmulo de mohines, pucheros y pucheritos; la boca besándose a sí misma, amándose por decir cosas tan lindas.

Y el movimiento frenético de manos y brazos, la gimnasia compulsiva que abraza todo, que atrae y posee todo. El gesto abarcante “México soy yo, todo México es mío”. Y los deditos apuntando al cielo, borrando interlocutores, señalando rivales, y para culminar, el gesto de “yo los amo”, que es un autoabrazo onanista.

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Es genial cómo la exhibición de defectos ajenos se balancea con la glorificación propia. El Supremo es un fariseo elemental que proclama a diario su odio a la hipocresía, se proclama un amoroso samaritano que no odia a nadie y no es su fuerte la venganza, etc., para luego vitriolizar su violencia, y la del Estado, contra quien ose criticarlo: los conservadores y (claro) sus parientes.

Otra cosa graciosa: cuando está enumerando vicios y maldades de reaccionarios y, para enfatizar cuánto los desprecia, finge no recordar su nombre. Entonces se lo pide a su Cacarito. Una breve pausa como señal de desprecio a quien que para su gusto es basura, y no amerita la gloria de figurar en su memoria, tan atareada en salvar al mundo.

Pasan las horas. Una “bolsa de tiempo” de desperdicio. Y del tiempo de sus “achichincles” (palabra favorita suya): secretarios de Estado y funcionarios y padres de la Patria, que entran despeinados al Salón Tesorería de Su Palacio, toman aire y proceden a culiatornillarse, pues deberán aguantarse ahí tres horas, calladitos, quietecitos, sin poder siquiera ir a largar una meada republicana y sin tomar siquiera agüita.

Ahí deben quedarse y aguantarse, con la mirada puesta en el Supremo, sonriéndole, con la vejiga explotándoles, para que si El Supremo voltea a verlos compruebe que lo están mirando, pasmados de veneración, como generales norcoreanos, fingiendo azoro ante sus aforismos sapientísimos como “Hay que practicar la fraternidad universal”. Oh, cuánta sabiduría.

Y cada vez que se le ocurre mostrar un video del pensador Chico Che, le dice a su Cacarito: “¿Por qué no pones a Chico Che?” Podría dar la orden y ya: “Pon a Chico Che”. Pero él prefiere decir: “¿Por qué no pones a Chico Che?”. ¿Por qué? Es un misterio democrático. Quizás porque habrá un día en que el Cácarito, ya harto, se vaya al baño y orine y tome agua y responda a nombre del pueblo: “¡Porque no me da la gana poner al pinche Chico Che!” Ese día... ¿se salvará la Patria?

Y por fin se acaba el show. La marioneta expansiva que hace la danza de las bisagras se retira a sus reales aposentos. Dedicará el resto del día a ver en la tele, el radio y las redes, lo bonita que le salió la mañanera...

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