A mí francamente me entristece que se acaben las mañaneras, esa mezcla de púlpito (donde se alaban las propias virtudes) y patíbulo (donde se masacran los defectos ajenos). En el lapso de tres horas, la mañanera, ese embutido de sí mismo, relleno de virtudes teologales y cardinales, insulta, degrada y asedia (con todo el poder del Estado) a quienes lo incomodan. Y luego, el Supremo pone cara de santo y mira hacia la Patria, que suele estar en el bigote de Lord Molécula.
El espectáculo es fascinante: un sujeto atascado de virtud y embebido de gloria, un burgués filisteo, que proyecta una heroica fantasía de sí mismo, enumerando durante varias horas, con notoria torpeza, la inacabable lista de sus proezas imaginarias. Y la boca enfática, ese cha-cha-chá gestual, masticándose a sí misma, cada día más autofágica, esperando la recompensa del autocariñito, el cúmulo de mohines, pucheros y pucheritos; la boca besándose a sí misma, amándose por decir cosas tan lindas.
Y el movimiento frenético de manos y brazos, la gimnasia compulsiva que abraza todo, que atrae y posee todo. El gesto abarcante “México soy yo, todo México es mío”. Y los deditos apuntando al cielo, borrando interlocutores, señalando rivales, y para culminar, el gesto de “yo los amo”, que es un autoabrazo onanista.
Es genial cómo la exhibición de defectos ajenos se balancea con la glorificación propia. El Supremo es un fariseo elemental que proclama a diario su odio a la hipocresía, se proclama un amoroso samaritano que no odia a nadie y no es su fuerte la venganza, etc., para luego vitriolizar su violencia, y la del Estado, contra quien ose criticarlo: los conservadores y (claro) sus parientes.
Otra cosa graciosa: cuando está enumerando vicios y maldades de reaccionarios y, para enfatizar cuánto los desprecia, finge no recordar su nombre. Entonces se lo pide a su Cacarito. Una breve pausa como señal de desprecio a quien que para su gusto es basura, y no amerita la gloria de figurar en su memoria, tan atareada en salvar al mundo.
Pasan las horas. Una “bolsa de tiempo” de desperdicio. Y del tiempo de sus “achichincles” (palabra favorita suya): secretarios de Estado y funcionarios y padres de la Patria, que entran despeinados al Salón Tesorería de Su Palacio, toman aire y proceden a culiatornillarse, pues deberán aguantarse ahí tres horas, calladitos, quietecitos, sin poder siquiera ir a largar una meada republicana y sin tomar siquiera agüita.
Ahí deben quedarse y aguantarse, con la mirada puesta en el Supremo, sonriéndole, con la vejiga explotándoles, para que si El Supremo voltea a verlos compruebe que lo están mirando, pasmados de veneración, como generales norcoreanos, fingiendo azoro ante sus aforismos sapientísimos como “Hay que practicar la fraternidad universal”. Oh, cuánta sabiduría.
Y cada vez que se le ocurre mostrar un video del pensador Chico Che, le dice a su Cacarito: “¿Por qué no pones a Chico Che?” Podría dar la orden y ya: “Pon a Chico Che”. Pero él prefiere decir: “¿Por qué no pones a Chico Che?”. ¿Por qué? Es un misterio democrático. Quizás porque habrá un día en que el Cácarito, ya harto, se vaya al baño y orine y tome agua y responda a nombre del pueblo: “¡Porque no me da la gana poner al pinche Chico Che!” Ese día... ¿se salvará la Patria?
Y por fin se acaba el show. La marioneta expansiva que hace la danza de las bisagras se retira a sus reales aposentos. Dedicará el resto del día a ver en la tele, el radio y las redes, lo bonita que le salió la mañanera...