La semana pasada comenté brevemente la propensión del Supremo Señor a procesar en sus mañaneras un pequeño puñado de ideas fijas, que lanza a la faz de la Patria como un predicador reiterativo: dale y dale y dale con las frases idénticas, las oraciones gemelas y los eructos machacantes.

La idea fija más repetida es la que consagra a la nacionalidad mexicana como el acontecimiento más glorioso y lindo que ha ocurrido en la historia de la humanidad. Se trata de una trabazón de creencias y sentimientos patrioteros que fijan eso que Carlos Monsiváis llamaba “la orgía tricolor”, una exaltación posrevolucionaria embutida en una alharaca de mariachis.

Monsiváis propuso hace años que ese nacionalismo es “el lenguaje generalizado de la renovación” en México; “es, en la práctica, la defensa de los intereses de una comunidad determinada geográficamente, la ideología de los rasgos colectivos más notables, la mitificación de los comportamientos obsesivos, el catálogo de los sentimientos más recurrentes. Es, también, el control estatal del significado de ser mexicano.”

Nadie, en la historia moderna de México, me parece, ha extremado como el Supremo Transformador, ese monopolio de la identidad nacional. La Patria es su reflejo; él es el paradigma de la noción misma de lo Mexicano, el santocristo de esa iglesia cuya premisa ideológica “es la unidad y la consecuencia orgánica de la fuerza del Estado. Dialéctica sucinta: la vitalidad del nacionalismo solidifica al Estado, y el crecimiento del Estado le infunde legitimidad al nacionalismo”, concluye Monsiváis (a quien, por cierto, el Intelectual Supremo admira y respeta, pues cree ser la excepción del PRI, que no su cuarta transformación).

No, esas opiniones no tocan al Supremo Intocable. Su convicción en el sentido de que lo bueno de México no llegó con los europeos, sino de 3 mil años de “culturas originarias”, es un buen ejemplo del “control estatal” en que empeña su idea de la nacionalidad.

Un ingrediente francamente simpático de la idea fija es que en esas culturas originarias no existían el lucro ni la avaricia ni la ambición ni, para el caso, el dinero. Esto augura lo divertido que será el libro que va a escribir una vez que —como lo ha prometido— se vaya a recluir a “La Chingada”.

Ya se lamenta el Supremo de que sólo quedan algunos códices para justificar esa su idea fija, y más tendrá que lamentar, me imagino, pues la bibliografía no es escasa. Por ejemplo, en su Historia del dinero (2009), Jack Weatherford explica en síntesis que el imperio azteca funcionaba sobre la base del tributo y que los mercados eran parte subsidiaria de la estructura política. Es decir, que el poder y la ambición y la avaricia eran tan reales, negociables e intercambiables como en cualquier otro imperio. Y, claro, en el azteca, la compraventa de esclavos —o sea: de “pueblo”— era también una moneda de cambio habitual.

Otros académicos han reunido, en Rethinking the Aztec Economy (Universidad de Arizona, 2017), estudios pertinentes que también documentarían el libro del Supremo. Uno de ellos relata cómo un tal don Ahuizótl es coronado Supremo de Tenochtitlán en 1486. Luego de mostrar “que los aztecas son los amos de todas las riquezas del mundo”, Ahuizótl hace una gran exhibición de joyas, plumajes, bezotes y aretes de oro y muchas otras cosas fifís y aspiracionales que, felizmente, no existían en tiempos de Ahuizótl.

En fin, libros interesantes que colaborarían al proyecto del Supremo, pero sólo si alguien se los traduce pues, lamentablemente (según su constancia de licenciatura en la UNAM), él sólo sabe hablar y leer en portugués.

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